“Yo estoy intoxicado de las historias o de los personajes”
En una extensa y jugosa charla, el protagonista de Nueve Reinas y El secreto de sus ojos analiza los giros de su carrera y el aprendizaje que dejaron y explica por qué no siente que sea el momento para ponerse a dirigir o reaparecer en televisión.
Si bien es un hombre muy carismático, que seduce con su oratoria, y el actor más requerido por el cine argentino, Ricardo Darín reniega del “ser exitoso”, ya que, según su pensamiento, es un término que, al utilizarse de manera exagerada, puede llegar a confundir. En su escala de valores, palabras como “éxito” o “fracaso” son perversas por definición. Pasó mucho tiempo desde su debut como actor para que se instalara en el imaginario colectivo como la figura que es en la actualidad. Si en una época prematura fue “el galancito”, y casi a posteriori, “el chanta simpático”, actualmente Darín es considerado el actor más versátil del cine nacional. Talento no le falta para ubicarse en ese molde. Gracias a sus destacadas interpretaciones se convirtió en un artista popular. Y es el propio actor quien coincide con esta definición. “Eso me gusta porque es verdad –admite–. Siempre sentí un contacto muy directo con la gente. Y lo siento a cada metro que camino. Hay una familiaridad que se da, a través del tiempo, tanto con gente adulta como con chicos. Es una cosa rara”, señala esgrimiendo un interrogante acerca del motivo de tanto afecto. Tal vez las razones sean varias.
Darín estará nuevamente en las pantallas porteñas a partir del jueves, día en que se estrenará El baile de la Victoria, dirigida por el español Fernando Trueba –ganador del Oscar por Belle Epoque–, que en la península ibérica recogió opiniones divididas. Así y todo, El baile de la Victoria fue elegida para representar a España en la disputa por una candidatura al Oscar 2010 como Película Extranjera, pero finalmente no logró ubicarse entre las cinco candidatas. Basado en la novela del chileno Antonio Skármeta, el film arranca con el regreso de la democracia al país trasandino, donde una de las primeras medidas presidenciales consiste en otorgar la amnistía a los presos que no cometieron delitos de sangre. Así salen Angel Santiago (Abel Ayala), un muchacho que cometió algunos robos menores, y Nicolás Vergara Grey (Darín), famoso ladrón de bancos. Angel, que sufrió abusos en prisión, busca revancha. Y trata de convencer a Vergara Grey de dar su último gran golpe con un robo a un hombre que se enriqueció durante la dictadura de Pinochet. Sin embargo, Vergara Grey sólo piensa en recuperar a su mujer (Ariadna Gil) y su hijo. Pero el tiempo no se detuvo mientras estuvo en la cárcel. Y en el camino de ambos aparece Victoria, una joven muda cuyos padres fueron víctimas de la dictadura, y que tiene una exquisita elegancia para la danza. Angel buscará conquistarla, y Victoria terminará torciendo el destinos de los dos.Darín leyó la novela antes de prepararse para componer a Vergara Grey y asegura que le gustó “todo”, como “esa atmósfera típicamente latinoamericana, el aire de aventura que tiene en general”. Y en lo particular, apreció “esa pequeña referencia a Robin Hood que tienen estos dos tipos con respecto a los recaudadores de Pinochet. También me gustaron las historias cruzadas y el vuelo mágico que tiene de rescate de seres perdidos y perdedores, que juntan sus fuerzas para intentar tomarse una revancha”, agrega.
–Si bien combina varios géneros, ¿es antes que nada una película sentimental?
–Por un lado sí, porque hay una historia de romance y emociones en juego, pero me da la sensación de que es una película de aventuras. Lo que pasa es que, a lo mejor, estamos acostumbrados a que en las historias de aventuras haya un despliegue, algo que en esta película no ocurre. Pero me parece que el género se encuadra perfectamente. Por supuesto, tiene un innegable parentesco con el realismo mágico, pero a mí me gusta creer que es una de aventuras.
–¿Qué requería la composición del personaje?
–Siempre pensé que Vergara Grey era como el padre de estos chicos; un padre involuntario porque se los ve tan huérfanos, tan desamparados. Y la experiencia de él, su manera de transitar, su pretendido bajo perfil (a pesar de que no lo tiene) atentan un poco contra todo eso. Este es el motivo por el cual la historia lo toma en un punto de su vida en el que lo único que quiere es desensillar y dedicarse a lo que cree que es realmente importante: su mujer y su hijo.
–Si bien tiene referencias a la política, es más bien una película dramática, en algún punto épica. No parece estrictamente política.
–Coincido en eso, pero se nutre muchísimo de las distintas realidades políticas; básicamente de la chilena, pero creo que la utiliza como disparador y como excusa para hablar un poco de lo que ocurre en Latinoamérica, porque en realidad toda la problemática es puntualmente latinoamericana.
–¿Qué le provocan los papeles en los que la política se mete en el personaje? Uno recuerda dos, pero seguramente hay más: Kamchatka y El secreto de sus ojos.
–Esto nos lleva a reflexionar sobre alguien que nos dice: “A mí la política no me interesa”. Uno tiene la sensación de que es absolutamente imposible que no le interese. Puede no interesarle consciente o voluntariamente, pero le toca seguro. Te toca, te baña, te transforma, te modifica. Los personajes que están relacionados con situaciones puntualmente políticas tienen una especial atracción, porque no sólo están hablando de ellos mismos sino que están representando a muchas otras personas. En este caso me parece que la dualidad y la ambigüedad que hay en el personaje de Vergara Grey es el aporte nutritivo en esta historia, porque no tiene solamente un costado político. En realidad, casi diría que Vergara Grey es el más apolítico de los personajes. Su idiosincrasia podría pasar de largo cualquier tipo de planteo político. Su esencia y su forma de caminar y de manejarse en la vida son aplicables a cualquier situación política. Pero en este caso puntual, donde la historia recoge a los personajes, termina siendo funcional a una reivindicación política.
–En relación con otros delincuentes que interpretó, Vergara Grey parece el menos oscuro, el más humanizado.
–Sí.
–Nada que ver, por ejemplo, con el de Nueve Reinas.
–No, el de Nueve Reinas no sólo no tenía relación con la política sino tampoco con la moral. Era un personaje amoral, ni siquiera inmoral. Fue un personaje que me encantó hacer. Es uno de esos tipos que te hacen daño porque no lográs visualizar bien hasta qué punto pueden llegar a ser dañinos. Tiene un modus operandi y una forma de conducirse que logra penetrar, abrirse camino.
–De sus distintos personajes que cometen o cometieron delitos en las historias, ¿el de Carancho es el que más asemeja a la realidad?
–No sé si es el que más se asemeja a la realidad. Tiene una relación directa con una realidad que nosotros sabemos que existe, pero que difícilmente podamos visualizar. Pero es un poco parecido al de Nueve Reinas. Está plagado de Marcos (N. de la R: el nombre de su personaje en Nueve Reinas). Yo los veo. Y si alguien hace foco correctamente también puede lograr visualizarlos. Lo que pasa es que hay tantos que se nutren de la ingenuidad ajena, de la inocencia, de la falta de prevención, de la confianza, que por eso sobreviven de esa forma.
–Siguiendo en esta línea de personajes que cometen delitos, ¿el de El aura fue el más difícil de interpretar?
–Sí, porque no estaba muy claro. El tipo declaraba y teorizaba con respecto a la estupidez que hay alrededor de la violencia. Y terminó envuelto en un hecho hiperviolento, precisamente tratando de demostrar que era factible vencer con la inteligencia la falta de preparación y de cerebro puestos al servicio de la prevención. Y sin embargo, se vio en una situación absolutamente catastrófica. Y debido a que era un epiléptico que sufría un corte eléctrico-cerebral en forma inesperada, eso nos obligó a tratar de recrear cómo hace un tipo para convivir con esa amenaza permanente sobre sí mismo y, al mismo tiempo, llevar adelante teorías o planes. El epicentro de nuestra gran incógnita fue tratar de imaginar cómo planifica alguien que sabe que su cerebro en algún momento lo traiciona.
–¿Alguna vez tuvo un conflicto interior con un personaje?
–Normalmente ocurre eso. Se plantean situaciones en que uno dice: “No, esto no lo hago”, “Me parece que ponerle el cuerpo a esta batalla no tiene sentido”, o “Va en contra de mis principios”. Pero cuando me ocurre ese tipo de cosas es porque me estoy encontrando con límites o con fronteras que, a lo mejor, antes no me atreví a cruzar, encarar o a visualizar. Y automáticamente siento la sensación de tener ante mí un desafío. Y entonces, ahí sí se convierte en algo atractivo, porque la comodidad no es precisamente lo más creativo.
–Hace un tiempo desechó un ofrecimiento para trabajar con Denzel Washington y Christopher Walken porque le ofrecían interpretar a un narcotraficante mexicano. ¿Cuáles son los límites que no pasaría en la elección de un personaje?
–Es difícil, porque si bien es cierto que no soy de los que creen que el fin justifica los medios, en términos cinematográficos yo no tengo problema en ponerle el cuerpo a un ser despreciable, si es en función de contar una historia que me parece válida. Pero debe haber dos o tres cosas a las que definitivamente no les pondría el cuerpo. De pronto, podemos tener ante nosotros la necesidad de contar cómo es la pedofilia y si me vienen a plantear esa propuesta cinematográfica, seguramente me encontraría con una situación muy incómoda. Pero básicamente porque uno tiene sus propios límites y sus propios criterios con respecto a algunas cosas. Debería ser un libro descomunal y una lección ejemplificadora que nos sirviera para detectar cuál es el inicio de un tipo que se va a deformar a sí mismo de esa manera, como para que me resulten atractivos el guión o la historia. Me parece que hay cosas con las que no se jode.
–Uno puede suponer que películas como Nueve Reinas y El hijo de la novia funcionaron como una bisagra en su trayectoria. Pero, ¿cuál cree usted que fue la película que marcó un antes y un después en su carrera?
–Hay una que siempre menciono: Perdido por perdido, que dirigió Alberto Lecchi en 1993. Básicamente, hoy me doy cuenta de que, a pesar de que para afuera no lo fue tanto, para mí sí. Y marcó un antes y un después porque Lecchi fue quizás el primer director que me mostró el juego cinematográfico; después de Aristarain que, en su época, también lo había hecho. A pesar de estar frente a un actor, Lecchi me estaba mostrando el detrás de cámara; es decir: ¿en qué consiste que un actor trabaje para el cine? Que no es lo mismo que para ningún otro medio. Algo me pasó con respecto a eso. Me empecé a interesar en otros aspectos de lo que es la metodología de trabajo del actor aplicada al cine. Después pasó un tiempo hasta que me convocó Eduardo Mignogna para El faro. Luego vino la saga de Campanella, donde definitivamente ese juego y ese interés personal por entender el fenómeno cinematográfico y la construcción de una historia a través del cine me empezaron a resultar mucho más atractivos. Empecé a entender mecanismos que antes creía conocer, y me di cuenta de que no tenía la menor idea de cómo funcionaban. Así que el primer pasito fue en Perdido por perdido. Después, para la consideración de la gente y de la crítica, Nueve Reinas y El hijo de la novia fueron claramente dos bombazos, uno atrás del otro: dos tarjetas de presentación.
–¿Alguna vez le pasó que una historia cinematográfica en la que participó le hizo ver la vida de otra manera?
–Siempre pasa un poco eso. Yo estoy intoxicado de las historias o de los personajes. Me han ido llevando de un lado para otro. Es casi como una especie de esquizofrenia justificada. Yo aprendí a mirar la calle por la necesidad de hacer Nueve Reinas. Cuando uno tiene la responsabilidad de moverse con verosimilitud o credibilidad en función de un rol, está obligado a afinar mucho más el foco, y a que cada trazo o cada pincelada que va dando tenga una firma válida. Y eso me obligó a entender el funcionamiento en la calle mucho más profundamente. Cuando leí el guión de Kamchatka me caí de culo, porque es uno de los mejores guiones que leí en mi vida. El solo hecho de que esa historia fuera contada a través de la vivencia de un chico de diez años me pareció de una originalidad tan potente que no pude parar de llorar mientras lo leía. Y lo mismo nos pasó a Cecilia Roth y a mí a la hora de rodar. Teníamos que luchar contra las emociones personales para no trasladarlas a los personajes porque, obviamente, los personajes no estaban a cargo de su futuro. Nosotros sabíamos su triste futuro, pero ellos no.
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