lunes, 17 de octubre de 2011

Violeta se fue a los cielos, del director chileno Andrés Wood.

ALTA VIOLETA

Se estrena Violeta se fue a los cielos, la película sobre la vida de Violeta Parra del director chileno Andrés Wood.

Intratable, tierna, bohemia, áspera, aguda, frágil, indomable, Violeta Parra fue una de las artistas populares más emblemáticas de Chile y a la vez profundamente ignorada por décadas de cultura pinochetista. Capaz de sacrificar sus propias canciones para recopilar el cancionero popular por la cordillera, de alzar una carpa con la Universidad del Folklore, de exponer en el Louvre, de enloquecer de amor en París y de suicidarse a los 49 años, su vida es cinematográfica y a la vez un peligro para los lugares comunes de las buenas intenciones. De la mano de decisiones artísticas casi impecables y de una actriz notable capaz de interpretarla, el director chileno Andrés Wood filmó Violeta se fue a los cielos, una biopic que captura las mil aristas de la artista sin perder el filo. Radar habló con los dos para saber cómo y por qué lo hicieron.

Por Mariano Del Mazo
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-7396-2011-10-17.html

“El riesgo era alto, pero también la inconciencia. La película es una mezcla de libertad y rigor”, dice, para empezar, Andrés Wood, director de Violeta se fue a los cielos, extraordinaria biopic de una artista inabarcable, contradictoria, áspera y brillante, que se estrena en Argentina el 27 de este mes. 

La película fue vista por 350 mil espectadores, va a representar a Chile en los próximos Oscar y está basada en el libro homónimo de uno de los hijos de Violeta, Angel Parra. El libro fue apenas un punto de partida: la película es finalmente un abordaje sesgado de algunas de las características del complejo temperamento de una mujer incómoda. “Violeta Parra no cabe en una sola película”, razona Wood. Y vaya que razona y razonó: demoró siete años en decidirse a hacerla. Mientras tanto se consolidó como uno de los realizadores más interesantes de su país con films como El desquite, La buena vida y, sobre todo, Machuca.

¿Cómo contar la vida de Violeta Parra? ¿Qué elegir, qué descartar? Desde la niña campesina con la cara mordida por la viruela que veía cómo su padre se emborrachaba guitarra en mano hasta la mujer abatida por el desamor y la tristeza que se pegó un tiro a los 49 años, en 1967, toda la existencia de la Viola aparece atravesada por condimentos cinematográficos: la infancia pobre, su pasión por los hombres –especialmente por hombres más jóvenes que ella–, la tragedia de la muerte de una hija bebé, el exilio, el descalabro económico, la política, la compositora sorprendente, la artista plástica intuitiva que llega a exponer en el Louvre... En fin, ¿cómo contar el escarpado y ancho espacio que queda entre la engañosa esperanza de “Gracias a la vida” y el espíritu proto punk de “Maldigo del alto cielo”?

SEGUN EL FAVOR DEL VIENTO

Violeta se fue a los cielos terminó de definirse en el exacto momento en que el casting del protagónico llegaba a su fin y Wood entendió que había encontrado a su Violeta Parra. La elegida fue Francisca Gavilán, una hermosa actriz de teatro que cantaba aceptablemente y tocaba la guitarra... como zurda. Con maestría, Gavilán se va devorando pacientemente la película. No sólo cantó todas las canciones que integran la banda de sonido sino que también aprendió a tocar la guitarra como diestra. La interpretación dramática es soberbia y es posible que funcione como un boomerang que se dirige hacia su nuca profesional, como ocurrió por caso con Edgardo Nieva y Gatica: para bien y para mal, esta morocha afeada nunca va a dejar de ser Violeta Parra. 

Dice Francisca: “Crecí escuchándola. Creo que nos pasa a la mayoría de los chilenos: está en nuestro oído desde siempre. Pero ahora mi admiración ha crecido enormemente. Durante el proceso de filmación me dediqué a estar enfocada todo el tiempo en ella, fue una etapa de concentración máxima. Lloré mucho. Leía las escenas y me involucraba profundamente. Fue un reto total. Y además, cómo aprender a tocar la guitarra siendo zurda... Fue durísimo: ¡a los 37 años no es fácil aprender nada! Con mucha aplicación logré sacar algo de Violeta y dar con la voz que quiso mostrar Wood”. Técnicamente, el canto de Gavilán es más dotado que el de Violeta. Asombra su parecido tímbrico y la diferencia con la original es, tal vez y sin hacer poesía barata, la ausencia del dolor y el resentimiento implosivo que Violeta dejaba drenar por su voz. La asesoría de la banda de sonido fue de Chango Spasiuk. “Necesitaba un referente un poco más alejado del proyecto que me diera una visión de lo que debería ser la música y la sonoridad general. Chango fue esa persona”, dice Wood.


Si bien el film rastrea una vida a través de un montaje que alterna planos realistas y oníricos, sin coherencia cronológica y haciendo eje en el volcánico estado emocional de la protagonista más que en cuestiones de tiempo y lugar –el rodaje se realizó en Chile, en la Argentina y en Francia–, hay una entrevista televisiva editada en viñetas a lo largo del film que funciona como eje narrativo, casi como separadores que unidos captan la fragilidad de la artista y los ánimos alterados por distintos acontecimientos (rupturas, muertes, fracasos). 

Como una fiera arrinconada, Parra logra empero exhibir en vivo y en directo su humor feroz y su inteligencia impiadosa ante los prejuicios y la imbecilidad supina del periodista. La entrevista ocurre en el marco de un programa de la TV argentina y el rol de periodista lo cubre un efectivo Luis Machín en su estereotipo de porteño soberbio y engolado.
Periodista: Sin ánimo de ofender... ¿usted es india?
Parra: ¿Por qué me voy a ofender? Soy india, pero no totalmente. ¡Siempre estuve enojada con mi madre porque no se casó con un indio!

AMBAR VIOLETA

 

“Ella es la película”, subraya Wood sobre Francisca Gavilán. “Hicimos un casting y un montón de actrices se parecían más o cantaban más al estilo de Violeta. Pero había algo en ella que la hacía diferente a todas las demás. Francisca me ayudó a construir secuencias, a encontrar cosas que yo no veía.”

La aproximación de Wood a la compositora es puramente emotiva y privilegió lo episódico a lo biográfico, el mundo interior probable de Parra a datos de los diarios de época. Los folklorólogos trasandinos habrán perseguido con lupa los contenidos. Vano esfuerzo. “Cuando sentíamos que estábamos siendo biográficos, parábamos. Hay un aspecto que dudamos mucho de incluir o no, y que finalmente dejamos afuera: la influencia explícita de su hermano mayor Nicanor. Ella misma lo decía: ‘Sin Nicanor no hay Violeta’. De alguna manera, la estructura de la película no pudo contener a este hermano/padre. Y sí resalta a Hilda, una hermana que la historia sitúa en una posición secundaria”, explica Wood. En esta frase, el director deja espiar las barajas de su arte: la estructura es la que manda, la estética, siempre en tensión entre –como dijo al principio– “el rigor y la libertad”.

Frágil y tempestuosa, irascible, intratable, tierna y despojada, bohemia y provocadora, “áspera y fea” (como la definió María Elena Walsh citando el poema “La higuera” de Juana de Ibarbourou luego de un encuentro –más bien un choque– en París, cuando lo más dulce que les dijo la chilena a ella y a Leda Valladares fue “argentinitas burguesas”), la Violeta de Wood aparece lejos del poster, extremadamente humana se diría, y en ese trazo que nunca es grueso y que por el contrario está formado por líneas sutiles, por silencios, por una poética cinematográfica que en los mejores momentos se acerca a Leonardo Favio, la artista gana paradójicamente en realismo: no es el icono de la canción latinoamericana, la heroína de izquierda, ni la arpillerista que épicamente expone en el Louvre; es una mujer atenazada por sus propias contradicciones y debilidades, y a su vez una mujer blindada en sus convicciones: una mirada social que siempre partió del campesinado y los mineros; una inclaudicable decisión de evitar un destino de “esposa que envejece criando hijos y fregando calcetines”, y más. Fue, claramente entonces, también, entre muchas otras cosas, feminista, vanguardista, liberal, rebelde... No: Violeta Parra no cabe en una película.


La verdadera Violeta Parra tejiendo los tapices en arpillera que terminaría exponiendo en el Louvre.

CHILLAN-PARIS-SANTIAGO

La película tiene un abordaje triple que, en la edición final, aparece organizadamente fragmentado: la infancia en Chillán –donde tal vez Wood tropieza con algunos símbolos redundantes–, su relación con el músico suizo Gilbert Favre, a quien conoce luego del tremendo impacto de la noticia de la muerte de su pequeña hija, y el regreso final a Chile para montar la carpa artística en la comuna de La Reina, en las afueras de Santiago.

Las tres son situaciones biográficas insoslayables, poderosas. La niñez transita entre una orgullosa pobreza y la mezcla de miedo y admiración que le despertaba su padre, un profesor de carácter dulce que se volvía temerario por el alcohol: de él sacó los primeros rudimentos musicales, de él heredó la primera guitarra. También aparece su desapego por la escuela, la necesidad de trabajar. La vida de Violeta, hay que decirlo, se puede seguir paso a paso en sus extraordinarias Décimas. Autobiografía en verso: “Semana sobre semana / transcurre mi edad primera. / Mejor no hablar de la escuela; / la odié con todas mis ganas, / del libro hasta la campana, / del lápiz al pizarrón, / del banco hasta el profesor. / Y empiezo a amar la guitarra / y adonde siento una farra / allí aprendo una canción”.

La infancia operó en ella como plataforma de un conocimiento profundo del chileno rural y por añadidura del folklore. Ya era Violeta Parra cuando abandonó toda veleidad de compositora para transformarse en una recopiladora tenaz, una mezcla de Atahualpa Yupanqui y Leda Valladares que recorrió montañas y valles buscando a los viejos de cada comarca para que le pasaran relatos y canciones. Iba con un cuaderno y un lápiz y, en el mejor de los casos, más acá en el tiempo, con un precario grabador. También tuvo un programa de radio semanal, muy escuchado, que difundía sus hallazgos de campo.

La relación con Gilbert Favre (interpretado por el francés Thomas Durand) se asentó sobre un volcán en erupción. Violeta ya se había separado dos veces, ya tenía tres hijos, y fue en París donde se desarrolló gran parte del romance con el que sería el gran amor de su vida. La irrupción de Gilbert –clarinetista, carilindo, 18 años menor que ella– le otorga a la película otro ritmo, una impronta mundana que funde cierta descontractura algo impostada del sudamericano en el exilio –un clima que bien podría haber filmado Pino Solanas– con una melancolía extrema de nieve cayendo sobre el Sena. En este tramo ocurre la exposición de arpilleras y esculturas de alambre en el Museo de las Artes Decorativas del Palacio del Louvre, una muestra consagratoria que sin embargo no rescató a Violeta Parra de un ostracismo que, si bien en parte era forjado por ella, potenciaba el destrato de las autoridades culturales de su país. Violeta Parra fue un personaje central en la vida cultural de Chile que, sin embargo, diseñó su obra artística desde los márgenes.

El amor por Gilbert estuvo sellado por la pasión y, también, por celos insondables. En el muy buen libro Las cuerdas vivas de América (Sudamericana), de Guillermo Pellegrino, se narra una anécdota patéticamente extraordinaria del nivel de celos que corroía la relación. Habla Favre: “Estuve muy enamorado de ella. El problema radicó en la convivencia, nos peleábamos mucho. Violeta era muy celosa, me acuerdo de que cuando me enseñó a tocar la quena me decía que era mejor cerrar los ojos, y yo le hacía caso. Con el tiempo advertí que me daba esa indicación para que en las actuaciones yo no mirase mujeres”.

Al final, harto de los desplantes, de la paranoia y de la locura posesiva, el suizo se fue con una boliviana. Ya Violeta había empezado a descender a los infiernos. Lo perseguía, lo increpaba. En la película aparece preguntándole, desesperada: “¿Es joven? ¿Es joven?”. Y más adelante, ya desquiciada: “¡Tráela, tráela, vivamos todos juntos!”.
El final de Violeta se fue a los cielos llega después de su última obcecación: la carpa de La Rueda. Un emprendimiento con una intención altruista: formar una Universidad de Folklore, y tener todas las noches actuaciones en vivo mientras se servían comidas típicas. Gilbert Favre iba a tocar a menudo y la relación con Violeta no terminaba de cortarse: entre sinuosas idas y vueltas, Parra sentía que la pareja podía ser posible. Cuando Favre tomó una decisión definitiva y se fue a vivir a Bolivia, Violeta cayó en un pozo irreversible. Eso se sumó al fracaso económico de la carpa y a la indiferencia del entorno cultural chileno. Un momento memorable del film es cuando una tormenta cordillerana cae pesadamente sobre la carpa y Violeta (Francisca Gavilán) canta una demoledora versión de “Maldigo del alto cielo”.



Maldigo la primavera
con sus jardines en flor;
y del otoño el color,
yo lo maldigo de veras;
a la nube pasajera
la maldigo tanto y tanto
porque me asiste el quebranto.
Maldigo el invierno entero.
con el verano embustero.
Maldigo profano y santo:
¡cuánto será mi dolor!

El revólver estaba ahí, en un cajoncito, y no tardará en detonar. La película se desliza sobre el final hacia un desasosiego existencial en el que sobra la metáfora del gavilán matando a una gallina (“El gavilán” es una de las canciones más emblemáticas de Violeta). Queda una sensación de amarga belleza que es, finalmente, lo que subyace en la obra de la chilena. Queda, dice ahora Francisca Gavilán, el legado de una mujer libre: “Libre en la creación, en el amor, en su manera de vivir y ser. Recopiló, pintó, escribió, fue madre, esposa, mujer intensa. Un genio. En Chile se la valora poco: somos mezquinos con nuestros genios. Se nos olvidan rápido. Por eso esta película es importante”. “Para mí, Violeta –completa Andrés Wood– no es un símbolo de nada. Es algo bien concreto. Es una luz hacia donde nos deberíamos mover como cultura. Para reconocernos y profundizar en lo que somos.”

Más allá del inobjetable valor cinematográfico, la película puede servir como disparador para volver a explorar una obra algo oculta: nunca fue valorada en su justa –gigante– medida debido en parte al devastador efecto de tantas décadas de cultura pinochetista. Por otra parte, siempre resultó torpe ubicarla como bandera política, a pesar del contenido testimonial de algunas pocas canciones. En todo caso es una obra política en el amplio sentido capaz de saltar sobre su cancionero más conocido (la perfección del repertorio que eligió Mercedes Sosa en su insuperable homenaje de 1971, las experimentaciones lúdicas como “Mazúrkica modérnica”, la protesta de “Qué dirá el Santo Padre”, tantas más). Ese salto, sin contar la labor de artista plástica, llegaría hasta sus recopilaciones folklóricas, las Décimas y las increíbles Centésimas –que acaba de musicalizar y presentar Carmen Baliero en Buenos Aires–, una extenuante progresión numérica en verso: “Una vez que me asediaste / dos juramentos me hiciste / tres lagrimones vertiste / cuatro gemidos sacaste / cinco minutos dudaste / seis más porque no te vi / siete pedazos de mí / ocho razones me aquejan / nueve mentiras me alejan / diez que en tu boca sentí / once cadenas me amarran / doce quieren desprenderme / trece podrán detenerme / Catorce que me desgarran / Quince perversos embarran”... Y así, 300 números en 600 versos.

 
(Documental de Santiago Álvarez - Cuba)

Los hilos conductores de la obra nunca son aislados y se los puede relacionar con otra de sus facetas artísticas: los tapices. Cada aspecto forma una trama, la trama es un conjunto. El caos –“hago lo que me sale: una canción, una arpillera, un tapiz, qué más da”– aparece ordenado en la sensibilidad arrebatada de una artista total.

Periodista: ¿Tiene algún consejo para los jóvenes creadores?

Parra: ¿Un consejo...? Tal vez les diría que escriban como quieran, que usen los ritmos que les salgan, que prueben instrumentos diversos, que se sienten en el piano y destruyan la métrica, que griten en vez de cantar, que soplen la guitarra y que tañan la trompeta, que odien la matemática y que amen los remolinos. La creación es un pájaro sin plan de vuelo que jamás volará en línea recta.

Pájaro sin plan de vuelo, Violeta está en los cielos. Distingue dicha de quebranto con sus dos luceros. Y maldice.


LAS PELICULAS Y EL EXITO DEL PECULIAR ANDRES WOOD

El director de clases

Por Andrea Guzman
 
Si para un país existiese algo parecido a un cineasta oficial, seguramente Andrés Wood ocuparía esa categoría en Chile. Al menos, durante la última década. Economista de profesión que fue seducido por el séptimo arte, Violeta se fue a los cielos funciona como continuidad de sus anteriores trabajos en su intento por un rescate de la tradición y la temática criolla. 

Su insistencia por retratar un sentir generalizado de identidad chilena en un formato capaz de llenar salas, lo ha convertido en el cineasta de exportación por excelencia, representante chileno dos veces en los Oscar y ganador del Goya español. 

El sorpresivo éxito de Machuca (2004) ante una generación, hasta entonces, muy reacia a darle un lugar a la memoria en su vida y en su arte, lo catapultaron al reconocimiento internacional. Con la historia de dos niños de clases sociales opuestas encontrados por el sueño destinado a fracasar de la Unidad Popular, Andrés Wood se convirtió en uno de los primeros cineastas de su camada en retomar el tema de la dictadura militar, tema que se ha convertido progresivamente en tendencia en el cine nacional pero que no monopoliza su carrera; un recorrido por la geografía, las costumbres y el imaginario popular chileno.


Gerardo Whelan fue el sacerdote que durante el gobierno de Salvador Allende desarrolló un modelo experimental en busca de heterogeneidad en la educación chilena. En el colegio Saint George, educación exclusiva para los hijos de la clase alta, incluyó y financió a un grupo de chicos del otro lado del río, chicos de las villas que de otro modo jamás hubiesen tenido acceso a ese tipo de escuela ni a relacionarse como iguales con la descendencia de los patrones de sus padres. Andrés Wood creció en ese contexto, fue un alumno del Saint George en ese tiempo y, si bien Machuca aborda ese período, pero no es una película autobiográfica, el niño Gonzalo Infante puede ser una buena relectura de su visión de la época: un chico de clase acomodada al que le tocó presenciar el levantamiento y caída del socialismo en Chile, y sus implicancias en las vidas de las personas que lo rodeaban. Puede ser que a esto se deban sus 700 mil espectadores en un país que se negaba a tomar partido por el pasado; una mirada personal narrada a través del ojo de los niños, más centrada en sus experiencias que en las lecciones políticas aprendidas de los adultos.

Andrés Wood ha explorado en algunas de sus películas cómo narrar realidades propiciadas por las decisiones políticas, con visión política, pero sin hablar de política. Entendiéndolas como decisiones que rodean todos los ámbitos de la convivencia humana y canalizándolas en la mirada de personajes sencillos, cotidianos. En la mayoría de sus trabajos aborda de algún modo este contraste que conoce desde niño y que es tan latente en la sociedad chilena, uno de los países del mundo con mayor desigualdad y menor movilidad social. 

Los niños, Pedro Machuca y Gonzalo Infante, encontrándose por única vez en un país que en adelante estará programado para desencontrarlos para siempre, parece una situación similar a las historias cruzadas, 30 años después, de La buena vida (2008) donde los personajes habitarán una misma ciudad que los separa, absolutamente distinta para cada uno de ellos. “Ya no es la incomodidad porque está el dictador que te está cagando, de alguna manera es una incomodidad con la sociedad que hemos creado”, diría Wood al estrenarse la película que reúne las historias de un músico que no consigue trabajo, una doctora que no puede lidiar con su hija adolescente y un peluquero que se niega a comprometerse.


En ambos casos, las películas evidencian la hipocresía de los valores de la clase acomodada, pero sin menospreciarlos como personajes que sienten y que lidian con sus historias y con la pérdida. En ambos casos, evidencian el valor de la memoria, haciendo protagonista a una ciudad que se construye en silencio, desde un shopping que destruirá la cuadra de siempre anunciando la modernización, a un inminente régimen militar que amenaza con destruirlo todo.

No es raro que la primera profesión de Wood haya sido economía en la prestigiosa Universidad Católica de Chile. Lo que sorprende es que, siendo así, más tarde haya optado por el pedregoso camino de la creatividad. La idea de convenir en una identidad chilena y retratarla, es una búsqueda que hoy cruza su cine, pero que ha sido muy compatible con su carrera anterior, así lo confirman algunas de las historias que llegaron a él a través de su antiguo trabajo. La fiebre del Loco (2001), es una película con la que se encontró varios años antes de empezar a filmar. Por un viaje de negocios al sur, supo de un pueblo aislado al fin del mundo que vive de la recolección del Loco, preciado molusco que pasa la mayor parte del año en veda. La película introduce a la temporada de pesca, que es también la temporada en que el continente se entromete en la isla y de las peores miserias asociadas al dinero.


La falta de conectividad y comunicación es algo que ha caracterizado a Chile por la forma de su territorio y sus climas, no son pocos los pueblos que viven aislados; los islotes al sur o las ciudades orilladas al desierto del norte. 

En el cine de Wood hay un interés por abordar todos estos lugares con sus diferencias. La elección de sus temáticas va ligada íntimamente a una inquietud por fotografiar los paisajes y las ciudades como personajes fundamentales de las historias. Desde Historias de fútbol (1997) hasta Violeta se fue a los cielos, existe un recorrido de la geografía chilena prácticamente de punta a punta y una intención de abandonar Santiago, o retratarlo en su heterogeneidad, que se ha hecho casi 100 por ciento en las locaciones originales, con todo lo que implica llevar la producción al aislamiento.


Los últimos años han sido prolíficos para una nueva generación de cine chileno, que va sumando entregas y acaparando menciones internacionales, y que también ha experimentado en distintos formatos narrativos; directores como Pablo Larraín, Matías Bize, José Luis Torres Leiva y, quizás el más interesante y menos apreciado puertas adentro, Alejandro Fernández con su ópera prima Huacho

La última película de Wood llega en este contexto de renovación y su apuesta es más arriesgada que los anteriores trabajos en tanto propone una continuidad narrativa diferente, más ligada a lo abstracto de la emoción que a la coherencia lineal, distante de sus anteriores películas de estructura más clásicas o corales. La mezcla de historia oficial y el justo espacio a lo imaginario, la idea de una Violeta frágil, pero nunca víctima, endurecida por los golpes de la vida y apenas capaz equiparar su genio con sus afectos, han desatado una recepción tan abrumadora como Machuca: pronto se ha convertido en la película nacional más exitosa del año.

Difícilmente un personaje como Violeta, complejo e inabarcable, podría generar consenso. A pesar de su éxito de taquilla, la película no se ha visto exenta de polémica dentro de la familia Parra. Su nieta, Tita, la calificó literalmente como “una pesadilla” y, a pesar de la aprobación de su hijo y autor del libro que inspira el film, Angel Parra, algunos miembros de la familia han manifestado público desinterés.

Sea cual sea la opinión general, Violeta se fue a los cielos es un pertinente intento de homenajear a una figura que, como suele ocurrir con el arte en Chile, no ha recibido todo el reconocimiento que merece en su propio país. “Si Violeta Parra hubiese sido gringa, equivaldría a tres Bob Dylan”, disparó alguna vez Wood. 

El nuevo film se estrena, además, en tiempos de profunda crisis política nacional, no solamente caracterizada por la ingobernabilidad de la derecha, sino por una izquierda poco representativa que se ha visto despojada de sus íconos culturales: Sebastián Piñera citando con toda propiedad a Víctor Jara en sus discursos es un gran ejemplo. Violeta se fue a los cielos ha funcionado como justa devolución del personaje a sus orígenes; pobre, obrera, asolada por la desigualdad económica y el machismo de una sociedad ultrarreligiosa. “Aunque suene petulante, me gusta hacer filmes con relevancia social, me encanta meterme en esos problemas”, ha dicho Wood al respecto.

Un repaso a la obra de Andrés Wood, si bien hasta ahora no corría demasiados riesgos artísticos, revela una intención seria y sostenida por sacar una fiel instantánea de Chile, desde su actualidad, hasta el pasado que moldea su carácter. Sus privilegiados y heterogéneos paisajes y la constante interpelación con producciones artísticas chilenas y Latinoamérica. Desde Mario Benedetti a Mauricio Redolés. Historias de Fútbol, su primer largometraje, es un ejemplo: un trío de adaptaciones literarias organizadas, como un partido, en pequeños tiempos. Del árido desierto de Atacama al último rincón del mundo en Chiloé, intentan explicar el significado del fútbol cuan largo es en un país que nunca ha ganado el mundial, ni fabrica próceres.

La tradición abordada desde lo cotidiano y lo emocional, más que como una lección de historia, es el sello de las películas de Wood. Desde los parajes sureños y nortinos, a un Santiago dividido en lo que parecen ser ciudades distintas de acuerdo con las posibilidades económicas, los films navegan entre las diferencias que hacen que, en el mismo país, nos sintamos extraños unos con otros, sin olvidar un sentimiento común que une las historias y que, como lo ha demostrado la taquilla, podríamos identificar como chileno y propio en cualquier lugar geográfico.




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