“Hay maneras alternativas de contar”
Sus trabajos confirman que no es indispensable gastar millones en efectos especiales para ser original. Con economía de recursos y guiones efectivos ganó reconocimiento y prestigio. Uno de sus cortos, Luminaris, está preseleccionado para los Oscar de 2012.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-23883-2011-12-20.html
Hay mentes que aprenden a volar más allá de toda limitación. Juan Pablo Zaramella tiene una cabeza así. Arrancó casi sin plata, con plastilina y una cámara de fotos: este año uno de sus trabajos terminó preseleccionado para los Oscar.
Desde sus primeras incursiones comerciales –a poco de egresar de la Escuela de Animación de Avellaneda– hasta los delirios indie que hacen alucinar a espectadores locales y extranjeros, su apetito por el riesgo no ha hecho más que acentuarse aunque, según cuenta él, su eje “siempre estuvo y seguirá estando en el placer de contar una buena historia”.
–Hoy una parte de sus ingresos viene de los talleres que dicta y de las publicidades. Pero cuando hace obras “de autor”, ¿piensa en algún “público”?
–Es inevitable pensar en un público, pero también es cierta la frase “hago las películas para mí”, porque después de todo uno es el primer espectador. A veces pienso en seducir a los que usualmente no ven cine de autor, haciéndoles creer que van a ver una cosa para ir llevándolos –de a poco– hacia un lado diferente, y probarles así que hay maneras alternativas de contar.
–¿Por qué le parece interesante narrar de modo alternativo?
–El cine y la tele nos tienen acostumbrados al cliché, a lo previsible. Claro que hay innumerables opciones por explorar. Y no es fácil innovar al ciento por ciento sin dejar a los espectadores afuera, pero correrse del eje tampoco es imposible. Personalmente, yo agradezco cuando alguien se atreve a hacerlo.
No son afirmaciones dibujadas. Ya con Desafío a la muerte (2001), Zaramella puso en práctica sus obsesiones. En el corto –que puede verse por Internet–, un gurú se metía dentro de una licuadora y la encendía, esforzándose por trascender el universo físico. El personaje de plastilina quedaba hecho papilla, pero un cimbronazo narrativo sobre el final aportaba, al mismo tiempo, la prueba de que no es indispensable gastar millones en efectos especiales para ser original. Empresas como Pixar usaron la película como ejemplo de maestría. Y los siguientes pasos –entre ellos, la magistral Viaje a Marte (2005)– ratificaron la sospecha de que aquel argentino hasta entonces ignoto tenía talento en serio.
–Usted investigó mucho el cuadro por cuadro o stop motion. ¿Qué rol cumple la técnica en sus búsquedas?
–No soy muy técnico, me interesan mucho más las historias. De hecho, siento que Lapsus –mi corto de 2007– hubiera perdido sentido en el mundo del stop motion, por lo que me incliné por otras soluciones.
–Igual lo artesanal tiene su encanto...
–El stop motion nació para hacer efectos especiales cuando no había alternativas. El King Kong de 1933 usó la herramienta, por citarte un éxito. En la era de la animación digital esa tradición podría haberse agotado. Y no. Lo que ocurrió es que descubrimos que había algo entrañable en lo hecho a mano, en la textura, en la refracción de la luz sobre objetos reales. Lo imperfecto se volvía más creíble. Sin embargo, no creo que el stop motion sirva para contar cualquier historia.
–Ya que habla de contar historias, ¿cuáles son las que más lo entusiasman a usted?
–Mis influencias directas fueron Paul Driessen, Nick Park, Bill Plympton, Jan Svankmajer y Norman McLaren, entre muchos otros. Pero no soy especialmente consumidor de animación, ni siquiera se encuentra entre mis prioridades como espectador. Eso sí, Quino, Caloi y Fontanarrosa, más allá de su humor, me influyeron definitivamente. Su poder de abstracción y su lenguaje me marcaron. Por lo demás, me inspira la excelencia en cualquier campo de la creación artística. Stanley Kubrick y sus imágenes poderosas, los Beatles como encarnación de la genialidad con alcance masivo, o Picasso reinterpretando la forma.
Faquires, platos voladores, campesinos: el universo zaramelliano no se restringe a una temática. La suya es, podría afirmarse, una animación que “está de vuelta” tras haber paseado con afecto por otros territorios de la cultura. “Yo guardo los muñecos que utilizo en los rodajes –confiesa el creador–. Algún día haré una exhibición con todo ese material, pero no lo creo fundamental. Lo más importante está en las películas, que es donde los personajes están completos, con vida.”
Tan vitales son sus entornos que incontables fans le siguen los pasos como si quisieran mudarse adentro de sus paisajes. El sabe que no es el único capaz de generar eso. “En la era de la web –detalla– llegar al espectador implica ser breve y conciso. Por suerte, del país está saliendo muchísima animación independiente, y cortos como Teclópolis –de Javier Mrad y Can Can Club– o El Empleo –de Santiago Bou y Patricio Plaza– confirman el crecimiento.”
¿Para cuándo un largo? “Una vez dentro de la industria, las reglas se alteran y la competencia es enorme”, advierte el realizador. “Hacer un largo de animación de autor es dificilísimo. Tim Burton y Hayao Miyazaki lo consiguieron. Así y todo, dependés del área comercial, porque tenés que recuperar inversiones grandes. Por eso prefiero no apurarme: quiero garantizarme cierto nivel de calidad.”
–El stop motion nació para hacer efectos especiales cuando no había alternativas. El King Kong de 1933 usó la herramienta, por citarte un éxito. En la era de la animación digital esa tradición podría haberse agotado. Y no. Lo que ocurrió es que descubrimos que había algo entrañable en lo hecho a mano, en la textura, en la refracción de la luz sobre objetos reales. Lo imperfecto se volvía más creíble. Sin embargo, no creo que el stop motion sirva para contar cualquier historia.
–Ya que habla de contar historias, ¿cuáles son las que más lo entusiasman a usted?
–Mis influencias directas fueron Paul Driessen, Nick Park, Bill Plympton, Jan Svankmajer y Norman McLaren, entre muchos otros. Pero no soy especialmente consumidor de animación, ni siquiera se encuentra entre mis prioridades como espectador. Eso sí, Quino, Caloi y Fontanarrosa, más allá de su humor, me influyeron definitivamente. Su poder de abstracción y su lenguaje me marcaron. Por lo demás, me inspira la excelencia en cualquier campo de la creación artística. Stanley Kubrick y sus imágenes poderosas, los Beatles como encarnación de la genialidad con alcance masivo, o Picasso reinterpretando la forma.
Faquires, platos voladores, campesinos: el universo zaramelliano no se restringe a una temática. La suya es, podría afirmarse, una animación que “está de vuelta” tras haber paseado con afecto por otros territorios de la cultura. “Yo guardo los muñecos que utilizo en los rodajes –confiesa el creador–. Algún día haré una exhibición con todo ese material, pero no lo creo fundamental. Lo más importante está en las películas, que es donde los personajes están completos, con vida.”
Tan vitales son sus entornos que incontables fans le siguen los pasos como si quisieran mudarse adentro de sus paisajes. El sabe que no es el único capaz de generar eso. “En la era de la web –detalla– llegar al espectador implica ser breve y conciso. Por suerte, del país está saliendo muchísima animación independiente, y cortos como Teclópolis –de Javier Mrad y Can Can Club– o El Empleo –de Santiago Bou y Patricio Plaza– confirman el crecimiento.”
¿Para cuándo un largo? “Una vez dentro de la industria, las reglas se alteran y la competencia es enorme”, advierte el realizador. “Hacer un largo de animación de autor es dificilísimo. Tim Burton y Hayao Miyazaki lo consiguieron. Así y todo, dependés del área comercial, porque tenés que recuperar inversiones grandes. Por eso prefiero no apurarme: quiero garantizarme cierto nivel de calidad.”
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