La silla del aguila
Carlos Fuentes fue uno de los cuatro notables
miembros de lo que se conoció como el Boom latinoamericano. Junto a
García Márquez, Cortázar y Vargas Llosa le dieron a la literatura del
continente una conjunción única de visibilidad internacional, éxito
editorial, diversidad, unidad, compromiso político y una extraordinaria
renovación estilística que –Borges de por medio– terminaba de insertar
al continente en la historia de la lengua traída por los conquistadores.
Desde entonces y durante décadas, con novelas, cuentos, guiones, obras
de teatro y ensayos, Fuentes se erigió como el gran historiador de la
sangrienta historia americana, un escritor infatigable de ambiciones
balzacianas que dejó una obra enorme en la que indagó la identidad del
continente en clave narrativa y puso la historia en movimiento. A
continuación, los escritores lo despiden. Y Radar comenta sus dos
últimos libros, recién publicados: un inmenso fresco de la literatura
continental y una colección de relatos sobre la mujer imposible.
Por Susana Cella
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-7944-2012-05-20.html
Con
su porte impecable, sus modales de caballero, Carlos Fuentes ha sido, en
sus frecuentes visitas a Buenos Aires, algo así como una
consuetudinaria presencia que, sumando a las sucesivas publicaciones su
palabra directa, nos trasladaba a una década en que la literatura
latinoamericana vivió un excepcional momento de plenitud. De algún modo,
era el eco persistente del boom latinoamericano de los ‘60 al que
contribuyó sustancialmente con su novela, hoy ya canónica, La muerte de
Artemio Cruz, escrita en México y La Habana, entre 1960 y 1961. No son
poco elocuentes ni las fechas ni los lugares. Por entonces Fuentes ya
afincaba en su país (aunque nacido circunstancialmente en Panamá, no
podía sino ser mexicano) y Cuba transitaba los primeros años de la
Revolución, convertida en punto de encuentro para los intelectuales del
continente partidarios de un cambio social y político que a la vez
parecían impulsar una literatura acorde con esos objetivos.
“La literatura de la América latina es una y es varias. Es la de 18 naciones distintas, pero sólo es comprensible como experiencia conjunta. Aislar de esta totalidad a las literaturas nacionales de México, Cuba o Perú es empobrecer la constelación y opacar sus estrellas. Como escritor mexicano yo me sentiría empobrecido sin el nicaragüense Darío y el argentino Lugones, sin el peruano Vallejo o el chileno Neruda. Quiero decir con todo esto que la literatura en lengua española de las Américas es la respuesta común del nuevo mundo al idioma de los conquistadores y los colonizadores de nuestras tierras, una regeneración de su fuerza a partir de la experiencia americana del lenguaje, un asalto a las ortodoxias inservibles, pero también un retorno, en tierras de América, a la grandeza imaginativa y al riesgo literario del arcipreste de Hita, de Fernando de Rojas, de Miguel de Cervantes, de Quevedo y de Góngora”, afirmaba Fuentes en el prólogo a otra de las novelas que surgía por esos años, El siglo de las luces, del cubano Alejo Carpentier.
El feliz encuentro de modalidades innovadoras para mentar al ámbito americano, sus habitantes y su historia dejando de lado clisés narrativos y tendencias más o menos convencionales, fue piedra de toque –en un momento de transformaciones cuya cúspide era sin duda la Revolución Cubana, dentro del marco mayor de procesos de descolonización del Tercer Mundo– para ese movimiento irrepetible que pudo configurarse en las letras del continente mestizo, como se lo ha llamado. El boom, pese a denostaciones que intentaron reducirlo a mera maniobra editorial, ha probado ser, por la pervivencia de algunas de las obras que cayeron bajo su denominación, un fenómeno, por lo menos, mucho más complejo y perdurable.
En este mismo año en que llegó intempestiva la noticia de que Fuentes había muerto, están cumpliendo medio siglo esa novela clave para su autor y para el boom, La muerte de Artemio Cruz, y Aura, extenso relato que incursiona, como sucedió también con otros textos de Fuentes por el fantástico, aunque cabría decir que Fuentes es, fundamentalmente, por sus afanes de totalidad, por sus nítidos modos de representar, un realista balzaciano del siglo XX.
“Quisiera comentarle que siempre me ha llamado mucho la atención que los lectores y los críticos se asombrasen de la utilización de la segunda persona del singular en las novelas. ¿Qué han hecho los poetas? Toda la vida han hablado de tú. Tú eres, tú sabes, tú, tú, tú. Tú es esencial a la creación poética, ¿por qué no puede serlo también para los novelistas?”, me retrucó una vez Fuentes ante mi insistente pregunta sobre ese tú. Y efectivamente, la combinación de ese repetido tú con los verbos en futuro (“Tú irás, serás, harás, encontrarás”, etc.) introduce una inquietud, se diría, trágica, en tanto pauta los hechos como si marcara un destino inexorable. Así en el caso de Artemio Cruz, para contar a través de un personaje representativo, en una prolija ordenación de capítulos donde van apareciendo la primera persona del protagonista, esa segunda y una tercera que aporta necesarios datos; el fracaso de los objetivos de la Revolución Mexicana y la conformación de la burguesía del país, tema que ya había iniciado en La región más transparente (1958), respecto de la cual le escribió Julio Cortázar: “Me queda de México una idea terrible, negra, espesa y perfumada”.
Carlos Fuentes desarrolló desde sus primeros textos una permanente atención a su patria, en la que ancló después de sus varias y ricas experiencias de formación en otras ciudades donde, por los destinos de su padre diplomático, le tocó vivir, entre ellas Buenos Aires. La constante itinerancia –por la lograda estatura de escritor internacional, de profesor en prestigiosas universidades europeas y americanas, de su participación en instituciones, de la recepción de premios y doctorados honoris causa, de la promoción cultural que animaba–, permite erigir su figura como evidencia de la sabia conjunción entre lo cosmopolita y la definitoria asunción de su propio espacio, ese México omnipresente en las varias y múltiples escrituras que, acumulándose en la marea cambiante de los tiempos, fue no sólo tenaz reflexión sobre el pasado sino, al mismo tiempo, atención constante a lo que, en el devenir, iba planteando desafíos y cuestionamientos ante las complejas situaciones sociales y políticas, no sólo en México, sino también en América latina.
Pudo poner palabra, implicarse y sentar postura en declaraciones, pero más y sobre todo, en nítidas imágenes imbricadas en la muy extensa obra que suma novelas, cuentos, ensayos, guiones de cine y obras de teatro sucediéndose en un lapso que se inició al promediar el siglo pasado y siguió sin solución de continuidad. Testimonios de vida y literatura, como en Diana, la cazadora solitaria; incesante indagación acerca de un pasado acuciante remontado a la herencia precolombina (“Chac Mool”), a los episodios de la conquista (El naranjo), a notorios artistas mexicanos, Frida Kahlo y Diego Rivera (Los años con Laura Díaz), a una conflictiva situación vigente: los mexicanos en la frontera con Estados Unidos (La frontera de cristal), y así siguiendo hasta traspasar con la publicación de sus libros su propia existencia, en tanto a los dos recién aparecidos van a sumarse otros ya en imprenta. Sus intervenciones en el espacio cultural no soslayaron posturas polémicas, así sus desavenencias con Cuba, que, vale destacar, no abonaron el terreno de las actitudes contrarrevolucionarias (como en el caso de Vargas Llosa, entre otros) en tanto no cesó la crítica a las políticas represivas del Gran Norte, esos Estados Unidos tan cerca de los mexicanos.
Fuentes es un patriarca siempre rejuvenecido. Su legado es entonces el de alguien que siempre ha sostenido la importancia de la literatura, potencia imaginativa y abarcadora posibilidad e incidencia en el Valiente mundo nuevo. Y memoria, porque según dijo Fuentes: “La muerte es el olvido. Entonces la capacidad que tengamos de mantener el recuerdo, el tiempo que podamos hacerlo, es nuestra única victoria sobre la muerte”.
Un gran plan
Por Hector Tizon
Carlos
Fuentes fue uno de los primeros escritores que conocí y traté cuando
fui a México como diplomático, en 1958; también conocí allí a Juan José
Arreola, a Monterroso, a Rulfo.
Ahí nos veíamos seguido; luego pasó un
tiempo largo sin vernos, hasta que nos reencontramos en la inauguración
del Congreso de la Lengua en Rosario. El había cambiado de mujer, yo
seguía con la misma; su primera esposa fue una actriz de cine muy buena,
Rita Macedo. Tenía una gran pasión por conocer la historia, y a nuestro
país lo conocía muy bien; había vivido aquí unos años, mientras su
padre fue embajador mexicano en Buenos Aires, allá por 1936, 1937. El me
contó que en la Argentina había empezado a escribir y que lo había
influido mucho el comienzo de lo que se llamó después cine argentino.
Historia universal del Boom
Por Fernando Bogado
Hay
cuatro nombres que, por separado o uno después del otro (cada uno dirá
en qué orden), evocan ese momento de la literatura en el que ser
latinoamericano y escritor era garantía de calidad o, al menos, de
ventas: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y
Carlos Fuentes. Se puede mencionar a otros anteriores (como Juan Carlos
Onetti o Juan Rulfo) o contemporáneos que no han tenido la misma
trascendencia (como José Donoso). Incluso, la literatura latinoamericana
comenzó a utilizar la categoría de “post-Boom” para entender todas las
producciones posteriores, como si la presencia de estos nombres hubieran
instaurado la idea de una generación que difícilmente pueda volver a
repetirse o que, incluso, haya tenido antecedentes en algún otro
momento. Viajeros, globales, universales, cada uno de estos cuatro
escritores, de todos los escritores que entran dentro de esa (por
momentos, molesta) etiqueta del Boom Latinoamericano de los ’60 supo
articular las características de su “aldea” con las pretensiones
universales de innovar en la forma y de renovar la lengua del
conquistador a partir de los murmullos de las lenguas indígenas que, en
la oralidad o en diversas producciones culturales, habitaban entre las
bibliotecas de las grandes obras provenientes de Europa. Carlos Fuentes,
en el reciente La gran novela latinoamericana, no hace otra cosa que
entender y ubicar al escritor latinoamericano dentro de la literatura
universal ampliando las circunstancias del Boom a posibilidades
universales: lo de los ’60, amigos, no fue solamente un fenómeno
editorial.
La gran novela latinoamericana. Carlos Fuentes Alfaguara 448 páginas
La gran novela latinoamericana es el gran texto final de Carlos Fuentes. En una prosa ensayística, insistente, asumiendo un carácter subjetivo y abierto a cualquier futura contingencia, realiza una historia de la literatura latinoamericana como renovadora de la literatura occidental. Así, los saltos abruptos en el tiempo que se dan en cada línea no hacen otra cosa que “imaginar un pasado”, combinar tiempos distantes para entender las obras de sus congéneres y, si se quiere, jugar con el tiempo: Pedro de Mendoza en Buenos Aires, leyendo a Erasmo de Rotterdam en 1538, es un antecedente, a su manera, de Julio Cortázar.
Cada página de este libro tiene el dejo de una mirada final, de la búsqueda de una síntesis: Fuentes, escritor del tiempo, trata de reorganizarlo para darle sentido, un sentido que sale desde las búsquedas literarias, desde las propias pasiones de los escritores de su tiempo, los del Boom. No faltan las menciones a cuestiones exclusivas del mercado (como la ventaja que tenían en los ’60 con la presencia de una red de distribución bien organizada que permitió esta lectura en conjunto), ni tampoco las anécdotas, como esa de que Yo, el supremo de Roa Bastos nació a partir de un proyecto de Gallimard gestionado por Fuentes y Vargas Llosa para editar varias novelas que tuvieran como tema superar, a través de la imaginación, a los ya de por sí excéntricos dictadores latinoamericanos. Frustrado el plan, no sólo Roa Bastos continuó por separado la idea que había planteado tras la solicitud, sino también García Márquez y Alejo Carpentier: en la misma línea, verían la luz El otoño del patriarca y El recurso del método.
Lenguaje, puro lenguaje. Alguien habla en un rincón imprevisto de Latinoamérica, en el sertao del nordeste brasileño o en el centro de la Pampa, en las ferias interminables de La Paz o las quebradas veredas del Zócalo en México, y ya hay en ese gesto un tratamiento con el lenguaje que forma parte medular de haber nacido en este continente, todavía exuberante porque la lengua que utilizamos para nombrar a los animales y las plantas que la pueblan, para escribir o hablar con las personas que nos rodean, tiene poco más de quinientos años en el territorio. La gran novela latinoamericana de Carlos Fuentes no es solamente un ensayo que revisa la historia de la literatura latinoamericana, sino que, por momentos, tiende a ser un estudio global de estos avatares del lenguaje, de lo latinoamericano, de su imaginación, de su memoria. Como las intenciones de Bernal Díaz con sus compañeros soldados, este libro es una mirada final a lo que se deja atrás para que sea recordado por los que están por venir. Digamos: un testimonio.
SU ULTIMO LIBRO DE CUENTOS
La musa desconocida
Por Juan Pablo Bertazza
El
boom latinoamericano no fue una escuela ni un movimiento, fue un
milagro. El azar mágico de que se encontraran, casi al mismo tiempo,
escritores grandes y trascendentes más allá de los gustos, las
preferencias, los rencores y la maligna indiferencia que llega con el
paso de los años. “El azar hace mejor las cosas que la lógica”, apuntaba
Cortázar en la famosa entrevista con Joaquín Soler Serrano. Pero ese
movimiento azaroso, esa agrupación milagrosa, terminó teniendo también
algún rasgo común: una marca de época, un olor, cierto resonar en los
oídos cada vez que se nombra a Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa,
Gabriel García Márquez o Carlos Fuentes. Pero también el Boom se
caracteriza por haber tenido algunos vaivenes políticos: desde la
euforia por la Revolución Cubana hasta el odio extremo de Vargas Llosa
hacia la isla. Acaso, esa misma trayectoria, esa trama de principio,
nudo y desenlace sea, justamente, lo que terminó de dar forma a algo
ciertamente amorfo como el Boom.
Desde aquella infancia nómade debido al trabajo de diplomático de su padre que, según cuenta la leyenda, lo devolvía cada verano a la Ciudad de México donde, mientras todos los chicos disfrutaban de las vacaciones, él seguía estudiando para no perder el idioma, hasta su cargo como miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua en 2001, Carlos Fuentes constituyó la pata casi científica del boom, el historiador autodidacta metido en la piel del escritor, el profundo conocedor de una cultura tan compleja como la mexicana vestido de narrador; el hombre de las tragedias –sufrió la muerte de sus dos hijos, Carlos y Natasha– que jamás lo pusieron en riesgo de romanticismo, que no le despeinaron ni un ápice el bigote.
En definitiva, el intelectual que circunstancialmente era un artista. Lo notable es que esa imagen que para muchos lectores puede parecer ya indeleble empezó a cambiar con sus últimos libros, sobre todo sus volúmenes de cuentos: Todas las familias felices, y su última y casi prematura obra póstuma, Carolina Grau.
Es todo un género inexplorado el de los últimos libros de escritores, un género neblinoso y apasionante en el que sobresalen La hora de la estrella de Clarice Lispector, Caín de José Saramago y –más allá de que pronto aparezca Federico en su balcón, una novela sobre Nietszche– este volumen de relatos notablemente breve que tienen como único denominador común a una mujer enigmática, sutil y bella “como una noche con dos lunas o un día con doble sol”. Un libro hipnótico, brillante, ya no erudito sino más bien de una narrativa tan brutal como descarnada que sigue las vicisitudes de una mujer imposible, una mujer con la que sueña un prisionero para lograr huir, una mujer que enamora en una visión e inspira toda la obra del gran poeta italiano Giacomo Leopardi, una mujer que lleva a donde va luz y tragedia, una mujer que cada vez que aparece genera una muerte: la de Cristóbal de Olmedo, que muere al eyacular sobre Carolina, y también la de su propio hijo, a quien ella le pone Brillante, y que muere en una especie de reversión porno de Edipo, devorado por su propia madre.
Tal vez en un último rapto de deseo de inmortalidad, a los que son tan afectos los escritores aun cuando intenten negarlo, Carlos Fuentes decidió organizar toda su obra literaria bajo el nombre global de La edad del tiempo, una especie de Comedia humana de Balzac, autor que influyó no sólo a Fuentes sino también a todos los involuntarios miembros del Boom. Hacerlo revelaba un afán de inmortalidad: esa agrupación por subíndices y temáticas como “El mal del tiempo”, “El tiempo romántico”, “El tiempo político” o “Los días enmascarados” suponía no sólo dislocar cualquier cronología sino también dejar infinitos casilleros para ir completando progresivamente. Pero, a su vez, dentro de ese afán de inmortalidad se escondía también cierta pulsión tanática, acaso la primera cesión de derechos a la muerte. Porque en su monumentalidad lo que escondía también esa clasificación era un testamento. Ese es el gran itinerario en la obra de Fuentes.
En los ocho relatos de Carolina Grau siempre hay un pasaje, una transición, una fuerte tensión entre dos mundos, una permanente disyuntiva entre entrar y salir. “Me doy cuenta de que ella es no sólo discreta. Es desconocida y me desconoce. ¿No es esto lo que buscaba? ¿Desconocer y ser desconocido? Duermo y despierto inquieto, temeroso de que, al lado de ella, yo deje de distinguir entre el sueño y la vigilia...,...entre el cuerpo y el alma..., entre el hoy y el ayer.”
Además de ser uno de los mejores personajes femeninos de su obra, Carolina Grau, el último libro –casi casi póstumo– de Fuentes, marca un punto alto de su trayectoria literaria, la última dirección en su notable parábola.
No por ser un último libro.
Sino porque es un canto a la muerte.
Verlo todo, contarlo todo, desenterrarlo todo
Por Sergio Ramirez
Carlos
Fuentes deja con su muerte un vacío en mi vida, devoto suyo como fui
desde mi lectura de Aura y el Cantar de ciegos, dos libros que abrieron
en mí la perspectiva del escritor que yo quería llegar a ser en tiempos
de adolescencia. Pero me conquistó también su visión ecuménica de la
literatura, como un reflejo revuelto de la historia total de nuestra
América, de la que, haciendo uso de la imaginación, el escritor no debía
ser sino un cronista osado y aventurado, obligado a verlo todo y
contarlo todo, desenterrándolo todo. La lección perpetua del pasado para
aprender a mirar el futuro, sin dejarse desalentar por las constantes
decepciones de los ideales rotos y de los sueños pervertidos. Su obra es
una galería de espejos para mirar la historia y mirarse en la historia,
desde La muerte de Artemio Cruz a Adán en Edén, la tragedia de nuestra
América que siempre ha navegado en las aguas oscuras de la traición y el
crimen. En este sentido, Fuentes enseñó siempre a lo largo de su vida
de escritor una incontestable calidad ética teñida de rebeldía juvenil,
nunca dispuesto a callarse. Su palabra como un ejercicio constante de la
libertad. Siempre persiguiendo la excelencia de la escritura, su
novedad, libro tras otro, hasta el mismo final.
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