Lo vivo, lo deforme, lo bello
La noticia de su muerte llegó de la manera más
inesperada, a pocos días de su visita a la Feria del Libro. Tenía lista
la novela Federico en su balcón y ya trabajaba en un nuevo libro.
Por Silvina Friera
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-25230-2012-05-16.html
Un
pensamiento avanza en espiral y se niega al reposo. A la pantalla mental
le cuesta editar la sustitución de un tiempo desterrado por otro ya
desaparecido. La estampida del adiós suena como si las ideas pasadas y
presentes se movieran y desdibujaran, como los elementos de un paisaje
que se desplazan ante los ojos de un caminante. La imagen más reciente
que la memoria despliega –antes y después de su reciente presentación en
la Feria del Libro– es la de un caballero amable, pasional, inquieto,
infatigable. No parecía un anciano octogenario con los achaques de la
vejez. El misterio de esa especie de “eterna juventud” estaba en su
temperamento entusiasta, en su devoción por la literatura, en ese
simulacro de felicidad que le suministraba la escritura. “Cuando se
llega a cierta edad, o se es joven o se lo lleva a uno la chingada”,
predicaba con sus mexicanismos a flor de piel. “La muerte espera al más
valiente, al más rico, al más bello. Pero los iguala al más cobarde, al
más pobre, al más feo, no en el simple hecho de morir, ni siquiera en la
conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la muerte –dijo el
autor de La región más transparente, “el Premio Nobel que no fue”–.
Sabemos que un día vendrá, pero nunca sabemos lo que es”. Ese día llegó
ayer sorpresivamente, sin preludios. Carlos Fuentes, uno de los más
destacados narradores mexicanos del siglo XX, autor de una veintena de
novelas y acreedor de varios galardones importantes, como el Cervantes y
el Príncipe de Asturias, murió a los 83 años en México.
Las trampas de la memoria encienden el asombro, como si trucando
imágenes remotas se pudiera mitigar del desconcierto y la pena que por
estas horas atraviesan a lectores y lectoras del mundo hispano. Las
calles de Buenos Aires, que el narrador transitó hace no más de quince
días, conjuraron el recuerdo de su infancia por estos pagos. Quizás el
azar sea parte del orden invisible de las cosas. Fuentes, hijo de un
diplomático, nació el 11 de noviembre de 1928 en Ciudad de Panamá. Los
sucesivos destinos asignados a su padre –Argentina, Chile, Brasil,
EE.UU. y otros países iberoamericanos– lo transformaron en una suerte de
niño-adolescente itinerante. Pateó avenidas y arrabales porteños por
1943, cuando el ministro de Educación era Martínez Zuviría, el escritor
que firmaba como Hugo Wast. “Mira: yo vengo de la escuela pública de
Washington, no soporto esto”, le dijo el adolescente Fuentes a su padre.
Ni una amnesia galopante ni los analgésicos más poderosos podrían
atemperar el fantasma en ciernes de esa “educación fascista” que con
tanto ahínco rechazaba el joven. “Tienes toda la razón, tienes 15 años,
dedícate a pasear”, le respondió el entonces consejero de la embajada de
México. Bastó esa palmadita de su progenitor para que el joven se
dedicara a conjugar en todos los modos y tiempos verbales posibles el
“yirar” porteño. Durante un año se convirtió en hincha de la orquesta de
Aníbal Troilo. Se jactaba, con una sonrisa pícara, que la siguió a
todas partes, como a esa vecina casada que lo doblaba en edad –30 años–,
y de la que se enamoró. Volver a Buenos Aires –confesaba sin ademán
nostálgico– le deparaba la sensación de rejuvenecimiento, como si otra
vez tuviera 15 años y lo estuviera esperando la vecinita.
“Recordar el futuro. Imaginar el pasado”, consigna el escritor con
economía ejemplar en La gran novela latinoamericana. “Este es un modo de
decir que, ya que el pasado es irreversible y el futuro incierto, los
hombres y mujeres se quedan sólo con el escenario del ahora si quieren
representar el pasado y el futuro. El pasado humano se llama Memoria. El
futuro humano se llama Deseo. Ambos confluyen en el presente, donde
recordamos, donde anhelamos.” En el escenario de ese pasado “imaginado”,
Fuentes leyó por primera vez el Quijote a los 12 años. Y sin embargo,
la obra capital de Cervantes no fue el primer encuentro sentimental con
la literatura. En Río de Janeiro, otra de las escalas por las
obligaciones diplomáticas del padre, el pequeño Fuentes se sentaba en
las rodillas del escritor mexicano Alfonso Reyes, embajador de Brasil,
quien le aconsejó que estudiara Derecho. Las cartas estaban marcadas.
Aunque obedeció la recomendación y se formó en leyes, su radical
voluntad por la literatura, ese futuro que entonces era un deseo, se
impondría con la fuerza de una certeza sonora y formal de la que nunca
se apartaría.
No es una empresa sencilla narrar un país con sus historias y
mitologías –más o menos visibles– en la mochila del imaginario; con sus
esperanzas y fracasos que calan hasta los huesos. Urgencia juvenil y
precoz sabiduría se confabularon cuando aquel joven de 29 años publicó
su primera novela, La región más transparente (1958), tan vertiginosa y
caótica como innovadora, considerada como el “primer estallido del
llamado boom de la Nueva Novela Hispanoamericana”; texto insignia que
inscribiría a su autor en la galería de los grandes nombres de la
literatura latinoamericana. Cada voz, cada rincón, cada tugurio de la
ciudad de México de mediados de la década del ’50 –esa “región más
transparente del aire”, alusión-homenaje a Reyes–, con sus enmarañadas
texturas, sabores, dicciones y prodigios rompía el velo de ese umbral
que nadie se había animado a explorar. Lo vivo, lo deforme, lo bello y
desgarrador administraban una espesura que tal vez sólo se reveló
completamente cuando se disolvieron los prejuicios. Como suele suceder,
abundaron objeciones hacia novela con munición gruesa: por “soez” –quién
sabe si en el mejor de los casos–, por “antinacionalista”, sin duda el
reparo más peligroso y reprobable. Un puñado de escritores como Julio
Cortázar, Salvador Novo, José Lezama Lima y Miguel Angel Asturias, entre
otros, no dudó en respaldar la “vapuleada” primera incursión literaria
de Fuentes. Ese bautismo de fuego con la ductilidad de las
“interpretaciones” fue el anticipo de una cifra. O un precio. Una novela
es algo contradictorio y ambiguo.
Por las páginas de esa novela precursora donde lenguaje, temática y
estructura son objeto de una radical experimentación, aún se oyen los
últimos balazos de la Revolución Mexicana (1910-1917), como lo advirtió
la escritora y periodista Elena Poniatwoska, la primera que entrevistó a
Fuentes. Semejante alboroto no podía pasar inadvertido. Los lectores
más avezados todavía pueden revivir las esquirlas de ese texto intenso y
complejo en la profusión de hilvanes y fraseos mexicanos. La
publicación de una novela no suele ser un “acontecimiento”. Quizá nunca
lo fue, excepto que se quieran pontificar los tiempos idos. Pero algunos
libros de Fuentes y de Gabriel García Márquez –unos años después–
parecían manchas de aceite que se expandían con el afán de
cristalizarse. “Los mexicanos vieron en esta novela un mural muy
simbólico y al mismo tiempo muy ceñido al detalle de la mezcla de
clases”, explicaba Carlos Monsiváis. “Era una novela muralística con
choferes de taxi, prostitutas, figuras de esta sociedad banal y
escritores fracasados. Era todo y especialmente la vibración de la
ciudad, el ruido de la ciudad.” La mayor proeza que consuma ese libro
–como señaló Guillermo Saavedra cuando se presentó una reedición por los
cincuenta años– radica en la simultaneidad literal que ofrece al
lector. “Por la vía de los constantes cambios de convención narrativa,
el lector puede viajar al pasado atávico del México precolombino y
regresar al presente tenaz e inmediato de mediados de los ’50; darse de
narices con diversos momentos de la prolongada Revolución mexicana para
instalarse de pronto en la interioridad febril de la conciencia de un
personaje del presente de la novela o en el diálogo casual de unos
obreros emborrachándose en un bar de ese mismo presente”, planteaba
Saavedra. Ya intuía ese joven escritor mexicano lo que escribiría en uno
de sus ensayos: “El tiempo perdido es, como en Proust, un tiempo que
uno puede recuperar sólo como un minuto liberado de la sucesión del
tiempo”.
De lo que no se pudo “liberar” Fuentes –acaso no quiso o no supo
cómo– fue de continuar la estela del mandato paterno. Entre 1950 y 1951
representó a México en Ginebra ante la Organización Internacional del
Trabajo. A mediados de esa década creó y dirigió la Revista Mexicana de
Literatura (1955-1958) junto con Emmanuel Carballo, y trabajó en el
departamento de Relaciones Culturales de Exteriores. Muchos años
después, cuando era un autor consagrado, fue catedrático de Literatura
en la Universidad de Princeton (Estados Unidos), pero también impartió
clases de español y de literatura comparada en otras universidades
americanas, como Columbia, Harvard y Pennsylvania. Entre 1975 y 1977
regresó al cuerpo diplomático y fue enviado a París como embajador, pero
renunció en protesta por el nombramiento como primer embajador de
México en España del ex presidente mexicano Gustavo Díaz Ordaz, uno de
los responsables de la masacre de Tlatelolco en octubre de 1968. En una
noche helada de esa breve instancia parisina de dos años, el embajador
decidió viajar en tren a Praga, junto a Cortázar y García Márquez, para
visitar a Milan Kundera. Ninguno pudo pegar un ojo, anonadados por los
conocimientos de jazz de los que hizo gala el autor de Rayuela. No fue
casual que los dos pilares del “boom latinoamericano” inauguraran en
1994 la Cátedra Julio Cortázar en la Universidad de Guadalajara. Otro
placer del que no se liberaría fue el cine. Ese gusto comenzó en la
infancia cuando su padre lo llevó a ver el Ciudadano Kane de Orson
Welles; años después conocería al español Luis Buñuel, con quien mantuvo
una fuerte amistad. De sus incursiones en el cine quedan guiones como
Las dos Elenas, Un alma pura, El gallo de oro y Pedro Páramo. El
mexicano Paul Leduc y el argentino Luis Puenzo filmaron dos novelas de
Fuentes: La cabeza de la hidra (1981) y Gringo viejo (1989).
El autor de novelas como La muerte de Artemio Cruz, Aura, Cambio de
piel, Terra nostra y Gringo viejo, por mencionar apenas los títulos más
memorables de su amplísima producción, solía profesar su preferencia
hacia Quevedo “por su capacidad para nombrar las cosas, por no dejar
nada sin nombrar”. Excesivamente prudente a la hora de participar en las
reyertas literarias, Fuentes no defenestraba a Góngora; al contrario:
decía que era un “buen poeta”. Pero Quevedo –opinaba– tenía “la
particularidad de ampliar la referencia lingüística”, como lo hicieron
los grandes satíricos. Si algunas voces protestaron contra el canon de
lecturas personales que el mexicano articuló a través de su último
ensayo publicado, La gran novela latinoamericana, y subrayaron la
omisión de Roberto Bolaño, él esgrimía que todavía no lo había leído.
Prometió que lo haría. Esa lectura será una cuenta pendiente, aunque no
la única. Había terminado Federico en su balcón, que presentaría en
noviembre en la Feria de Guadalajara y ahora saldrá póstumamente, y ya
andaba con la mente en otra novela, El baile del Centenario. “Tengo ya
muchos capítulos, notas y personajes. Hay una mujer que me interesa
mucho, que no quiere decir nada de su pasado y se va descubriendo poco a
poco, hasta que llega al mar y se libera”, anticipó en una de las
últimas entrevistas que dio en Buenos Aires.
La narrativa del mexicano podría agruparse en torno de una gran
“comedia humana” con el nombre de la Edad del Tiempo. En Terra nostra,
con una flexibilidad inapelable y de una manera audaz, cifra la historia
de los inicios mexicanos, como una biblioteca que abreva en múltiples
textos para imaginar el choque de dos mundos opuestos y complementarios.
Si cultivaba una obsesión, fue la de establecer continuidades más que
rupturas. Fuentes comprendió como pocos la soledad íntima e
incomunicable a la que el hombre está confinado, aparentemente sin
remedio. Y representó como pocos esa tierra pródiga en promesas de la
literatura latinoamericana. Ahora quedan los recuerdos de sus mejores
páginas. Como los recuerdos de un sueño.
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