lunes, 29 de octubre de 2012

BOND CUMPLE 50 años de tiros, chicas y martinis en el cine


PARA QUIEN MATO YO ENTONCES

Guerras Frías, espías rusos, organizaciones secretas, magnates periodísticos, dementes coreanos, malévolos millonarios que quieren dominar el mundo, ecoterroristas, ex agentes vengativos, Jason Bourne: desde hace 50 años James Bond se viene adaptando a los tiempos y a las amenazas del mundo libre. Para festejar las bodas de oro del estreno de El satánico Dr. No, se estrena Operación SkyFall, la más oscura e introspectiva de toda su vida, en la que él, M y el MI6 al servicio de Su Majestad se preguntan cuál es su misión en este mundo. Radar llamó a Barbara Broccoli, productora e hija del legendario Albert, para escuchar su respuesta.
Por Mariano Kairuz

Bond cumple 50 años en el cine y su nueva película, Operación Skyfall, la número 23 (de sus producciones oficiales), trata en buena medida sobre el paso del tiempo, el envejecimiento, la decadencia del cuerpo y la mente, las habilidades perdidas, la cercanía de la muerte. Si uno de los atributos de la serie fue que siempre o casi siempre consiguió reformularse para los tiempos que le tocaban, y el largo hiato entre los ’80 (la fallida experiencia con Timothy Dalton) y su regreso en los ’90 (Pierce Brosnan) se debió en parte a que el fin de la Guerra Fría parecía haber vuelto obsoleto al despiadado agente con licencia para matar, Skyfall pone en su centro la gran pregunta de si algo de esto sigue teniendo sentido: no solo si acaso sus protagonistas ya no están para estos trotes, sino, y por encima de todo, si el sistema de inteligencia de Su Majestad tiene alguna razón de ser y no es un mero resabio de la posguerra.
Porque eso, que era “un dinosaurio sexista y misógino, una reliquia de la Guerra Fría”, era justamente lo que le decía M, la jefa del MI6 (la gran Judi Dench, ocupando este papel a los 77 años, por séptima vez consecutiva) a 007, en Casino Royale, el relanzamiento de la serie seis años atrás, con Daniel Craig; y ahora se lo están diciendo a ella. Operación Skyfall arranca con una gran secuencia de acción que narra una misión que tiene consecuencias desastrosas, poniendo en riesgo de muerte a todos los agentes de la OTAN infiltrados en organizaciones terroristas alrededor del mundo, cuyos nombres, a la manera de un wikileaks del mal, se van filtrando por YouTube. Tras el fracaso de esta misión, aparece Mallory (Ralph Fiennes), jefe del comité británico de Inteligencia, un burócrata que le sugiere a M que va siendo hora de pensar en un retiro, de irse con dignidad. “Al carajo la dignidad; me iré cuando haya terminado mi trabajo”, responde con su aspereza habitual la Dama de Hielo. En el fondo, late una preocupación mayor: vivimos en un mundo nuevo. “Seguimos peleando una guerra costosa en la que nadie entiende bien qué tenemos que ver”, le indica Mallory a la espía renuente, en una evidente alusión a todas las “aventuritas” internacionales en las que el Reino Unido viene acompañando a EE.UU. y la ONU en el siglo XIX.
Sin inmutarse, M le transfiere sus ansiedades y fatales cuestionamientos a un Bond visiblemente cascoteado –física y psíquicamente, con su puntería, su velocidad y su energía en general mermadas–. “El trabajo de campo es para hombres jóvenes”, le espeta Mallory, y como si no alcanzara para herir el orgullo del héroe del kiss-kiss-bang-bang, la serie reintroduce al querido y caricaturesco personaje de Q, el inventor y proveedor científico de la agencia, a quien vimos por última vez en El mundo no basta, cuando Bond todavía era Brosnan, y lo interpretaba el vejete Desmond Llewelyn. El galés Llewelyn, que había sido Q desde De Rusia con amor (es decir, Bond número 2 en el cine), tenía 85 años cuando murió, en un accidente; ahora Q es un muchacho “con granos en la cara” (Ben Wishaw), de la mitad de la edad de Bond o menos; esencialmente un hacker despeinado y mochilero que le devuelve a 007 su Walther PPK y le entrega una radio, con apenas un par de truquitos tecnológicos. Q es el modelo de espionaje para un mundo nuevo, y su contracara es el villano de turno, del que se puede contar poco sin enfriarle la sopa a nadie, pero que, si vale adelantar, está interpretado por Javier Bardem con un amaneramiento que da lugar al mejor y más significativo chiste –uno sobre la sexualidad de 007– de una película más bien seria. El pérfido Silva de Bardem sabe, como el nuevo Q, que se puede causar más caos y daño desde una laptop que el que pueden provocar Bond y sus compañeros en un año de correr y saltar y pegar y seguir corriendo y saltando y pegando. “Una vez cada tanto necesitamos que alguien apriete un gatillo”, le dice Q mientras le entrega la Walther a Bond, quien replica, en una de las frases más inteligentemente autoconscientes de Skyfall: “O saber cuándo hay que apretarlo y cuándo no, para lo que se necesita estar ahí”, en el campo. Toda una reflexión sobre un personaje que fue definido por Ian Fleming como un instrumento bruto, irreflexivo. Lo que sigue se encamina hacia una competencia (o colaboración) entre tradición y modernidad hi-tech, sobre la capacidad de lastimar sin acercarse, sobre la diferencia entre empuñar un cuchillo –una cuestión más bien personal– y apretar un botón.

M ME AMA

Skyfall emprende un viaje al pasado, como lo dice, así, de modo explícito, el propio Bond, al volante una vez más de su viejo y querido Aston Martin. Un poco a la manera de los films contemporáneos de superhéroes y la fiebre de las “precuelas”, los guionistas Neil Purvis, Robert Wade y John Logan se meten en el territorio del origen del héroe, sin flashbacks, por supuesto, pero explorando un poco el pasado del espía, las condiciones que lo curtieron y lo convirtieron en el hombre ideal para el trabajo y la compleja relación de 007 con M, la definitiva, edípica Bond Girl. Y no por nada Bond, el hombre de mundo, y a pesar de notables secuencias de acción rodadas en Estambul, en Shanghai y en una isla en Macao, pasa una porción importante de la película en el centro mismo de Londres, en sus calles, en el subte, cerca del Támesis y con la vuelta al mundo y la torre y el London Bridge a la vista. Es apenas el primer paso de un regreso a la infancia, que eventualmente remite a las raíces escocesas del personaje. No porque Fleming lo haya escrito de ese origen desde un inicio, sino porque el primer actor que interpretó a Bond en el cine, el que definió su imagen para la pantalla, fue un escocés. El Sean Connery vestido en Saville Row de El satánico Dr. No impresionó a Fleming de tal manera que en You Only Live Twice (Solo se vive dos veces), el primer libro que escribió después del debut cinematográfico de su creación, el escritor le incorporó a Bond un sentido de humor y antecedentes escoceses que no estaban en sus libros previos.
Este intento de “explicar” un poco a Bond, de dotar de un mínimo asiento psicológico y hasta sentimentalismo al espía-instrumento, e inclusive de insuflarle a M algún sentimiento, mientras empiezan a contemplar la posibilidad del retiro, seguramente será recibido como una innovación arriesgada, pero potente por muchos de los fans del personaje, y resistido por otros como un reblandecimiento y un acto de desnaturalización. Lo que es seguro es que Sam Mendes, un director demasiado prestigioso (el de Belleza americana, el único director ganador del Oscar que ha estado al comando de un film de Bond en 50 años, tal como se viene promocionando), no estaba dispuesto a hacer una película más de 007, la serie que casi todo el mundo recuerda por sus actores o algunas de sus escenas, pero casi nunca por sus directores. El resultado de su ambición es este Bond híper-contemporáneo que se cuestiona su mera existencia o pertinencia, no tanto post-Jason Bourne (pero que tampoco ignora por completo la existencia del aggiornado personaje de Ludlum) como post-Batman: el caballero de la noche. La referencia es explícita, oficial: Mendes se ha declarado fascinado por lo que Christopher Nolan ha hecho con el hombre murciélago de las historietas. “Estamos en una industria –dijo– donde las películas son o muy chicas o muy grandes, y no hay casi nada en el medio. Sería una tragedia que todas las películas serias fueran muy pequeñas, y que las pochocleras fueran enormes y no tuvieran nada para decir. Nolan probó que uno puede hacer una película gigante que sea emocionante y a la vez tenga mucho para decir sobre el mundo en que vivimos. Su Caballero de la noche es un film sobre nuestro mundo, post 11-S, y lidia con nuestros miedos y discute su origen. Esto me dio la confianza para llevar esta película en direcciones que de otra manera no hubiera sido posible recorrer: ‘Miren, es posible hacer una película muy oscura que gane cientos de millones de dólares’.”
Y Nolan también dijo que su versión de Batman tiene mucho de James Bond, y ahora su nombre suena por ahí para dirigir Bond 24, o 25, o la que sea, y tal vez haya comenzado la era de los Bond “de autor” y las cosas se pongan un poco más serias.
Mientras tanto, esto es lo que hay: una película que arranca con ecos del terrorismo modelo siglo XXI, y una secuencia de apertura –ese espacio lúdico y desvergonzado tradicionalmente hecho de chicas y pistolas y chicas con pistolas– con la imaginería más mortuoria de toda su historia. El primer director que llevó Bond al cine se llamaba Terence Young –-young, como “joven”, en inglés– pero Bond en el cine ya tiene 50 y empezó a aceptar que nadie es joven para siempre.

UNA ENTREVISTA CON BARBARA BROCCOLI, LA PRODUCTORA DE LA SAGA

LA VERDADERA CHICA BOND



Por Mariano Kairuz

Barbara Broccoli, la hija del legendario productor de los films de James Bond, Albert “Cubby” Broccoli (hasta su muerte, en 1996), nació en 1960, un año antes de que su padre firmara contrato con Ian Fleming, así que, como ella misma dice en esta entrevista telefónica, “toda mi vida fue Bond”. Hoy, junto a su medio hermano Michael G. Wilson, son los continuadores de la obra de su padre, Cubby, y su socio en la productora Eon, Harry Saltzman; es decir, son quienes siguen produciendo las películas de 007, y por lo tanto, por su conocimiento desde adentro, sus testimonios son parte central del documental Everything or Nothing: The Untold Story of James Bond, estrenado en la televisión norteamericana y la inglesa (y en algunas salas británicas) el 5 de octubre pasado como parte los festejos por el cincuentenario del estreno de El satánico Dr. No, primera aventura de Bond en el cine, y adelantándose al estreno de Operación Skyfall.
El título del documental dirigido por Stevan Riley se traduce como Todo o nada: la historia jamás contada de 007, y aunque difícilmente los conocedores y fanáticos del personaje creado por Ian Fleming hace casi 60 años y su saga cinematográfica vayan a encontrar información realmente nueva sobre la producción de sus 23 películas oficiales y la extraoficial (Nunca digas nunca jamás), sus productores, y los hasta ahora siete actores que interpretaron al agente del martini-vodka agitado, pero no revuelto, la película impresiona por su cantidad de testimonios a cámara, y porque muchos de quienes estuvieron históricamente ligados a este medio siglo de Bonds en el cine –incluido el legendario diseñador de producción Ken Adam– hablan directamente para este film. Esto incluye a todos sus intérpretes excepto Connery, famosamente retirado del cine y todo lo que tenga que ver con la industria desde hace varios años. Y la verdad es que es bastante impresionante escuchar de boca de George Lazenby, el tipo que reemplazó a Connery cuando éste rompió relaciones con los productores –en principio por cuestiones de dinero–, protagonizando Al servicio secreto de Su Majestad, anécdotas tales como la de cómo consiguió el trabajo, cómo Broccoli y Saltzman le mandaron una chica a su habitación solo para asegurarse –dado que venía de esa actividad “dudosa” que era el modelaje masculino– de que no era gay, y cómo él mismo arruinó sus posibilidades de convertirse en una estrella cuando, en un momento de confusión y mareo, insistió en mostrarse en público como el contrario casi absoluto de Bond a fines de los ’60: un hippie. “Yo había adoptado el discurso de la paz y Bond trataba sobre la guerra.” O a Roger Moore creyendo que no estaba a la altura y reconociendo que era, en sus convicciones personales, demasiado blandengue para encarnar al espía con licencia para matar. O a Brosnan, con su característico sentido del humor, volviendo a demostrar por qué fue perfecto para los ’90.
“Era apenas un bebé cuando me llevaron a Jamaica para el rodaje de El satánico Dr. No, y puedo decir que ha sido una vida extraordinaria de viajar a lugares exóticos y conocer a gente increíble –cuenta Barbara Broccoli–. Supongo que lo me hizo involucrarme de lleno en el mundo de Bond, más allá de haberlo heredado de mi padre, fue que quería estar con él todo el tiempo posible. Fue de él que aprendí la pasión por hacer películas, la necesidad de querer dedicarme a esto en serio. Luego, hemos formado una suerte de gran familia: a Sean lo conocí cuando era muy pequeña, obviamente, pero con Roger Moore somos amigos, de él y de sus hijos, y me he mantenido muy cercana a Pierce y Timothy Dalton.”

EL AMERICANO IMPOSIBLE

Mediante un intensivo trabajo de archivo y montaje, Everything of Nothing reconstruye la historia de Ian Fleming y su personalidad adictiva, de cómo Bond fue algo así como “la autobiografía de un sueño: el sexo y los secretos, la bebida, el sadismo, cosas innombrables que Fleming deseaba”. Y también la de cómo Broccoli (el italoamericano criado en Queens que empezó en el cine junto a Howard Hughes) tuvo la iniciativa para llevar la creación de Fleming al cine y se asoció con Saltzman, que ya había adquirido los derechos, tras esa experiencia menor que fue una versión televisiva de Casino Royale protagonizada por un muy soso “Jimmy” Bond. Soso e inapropiadamente norteamericano: a pesar de haber nacido en Los Angeles, Barbara Broccoli se crió en el Reino Unido y siempre defendió, como su padre lo hizo originalmente con su elección de un por entonces desconocido Connery, la opción de actores británicos para el papel de 007, y fue resistida incluso cuando propuso, con total convicción, al hoy indiscutido Daniel Craig. Los jefes de los estudios, tanto en los ’60 como 40 años después, querían actores estadounidenses en el papel, o al menos estrellas británicas hollywoodizadas, como fue el caso de James Mason y Cary Grant en su momento. “Los estudios quieren proteger su inversión porque son películas caras, querían una estrella y no había tantas estrellas inglesas como hay hoy, como Hugh Grant. Pero Cubby y Harry pelearon por lo que creían que era lo mejor para la franquicia; es decir, estaban convencidos de que ellos tenían que crear una nueva estrella, porque estaban tratando con un nuevo tipo de héroe, y necesitaban alguien que se ajustara a sus cualidades. Probablemente un productor europeo hubiera querido a alguien como David Niven, no a un albañil escocés. Así que pelearon por Connery porque creían que era la mejor opción, porque vieron en él el potencial para esta suerte de antihéroe, apuesto, sofisticado y aparentemente en control por fuera, un géiser por dentro, el instrumento crudo del que hablaba Fleming. Y está claro que tenían razón: de no ser por Connery no estaríamos hoy acá”, dice Broccoli, en total justicia con el primer actor de la serie, a pesar de que la relación de él con Broccoli y en especial con Saltzman tuvo un mal final, después de que el actor protagonizara el regreso “extraoficial” de Bond, en Nunca digas nunca jamás, film que resultó de un litigio por los derechos de la idea para Thunderball entre el escocés Kevin McClory y Fleming, el capítulo más polémico que retoma el documental. “Hoy creo que mi hermano Michael y yo peleamos por Daniel porque creíamos que era el Bond justo para el siglo XXI –retoma Broccoli– y la gente estuvo de acuerdo.”
El tema es, dice la productora, “que lo libros de Fleming hablaban mucho acerca de lo que pasaba en el interior de Bond, sus diálogos internos. Eso es muy difícil de proyectar en la pantalla, porque Bond es un personaje que no habla mucho acerca de cómo se siente. Pero cuando aparece un actor como Daniel Craig, que consigue expresar este torbellino interno, y sus conflictos, es posible devolverle a Bond su humanidad”.
¿Y cómo deciden qué cambios son los que necesita Bond para mantenerse vigente en cada época? Brosnan pareció perfecto en su momento, con todo su humor y su ironía, muy de los ’90...
–Creo que la razón por la que la serie duró 50 años es porque los actores siempre reinventaron su personaje, crearon un Bond para su propio tiempo. De manera brillante, cada uno lo llevó a su propia época. En el caso de Pierce, había ocurrido que cuando llegó GoldenEye, la Guerra Fría se había considerado terminada porque había caído el Muro de Berlín, y entonces muchos dijeron: “No necesitamos a Bond, el mundo está en paz, todo es maravilloso, ¿quién lo quiere?”. Y nuestra respuesta fue: “No, se necesita un Bond porque ahora que cayó el Muro de Berlín es todo mucho más complicado; no sabemos quiénes son los enemigos. El enemigo ahora estaba en las sombras –dice Broccoli, replicando el vehemente discurso con que M defiende de los oficiales del gobierno británico su trabajo en el MI6 en Operación Skyfall–. Entonces vino Pierce, que fue muy bueno para los ’90, para esta primera etapa pos-Guerra Fría, sofisticado, con humor, pero no tanto, la transición perfecta hacia los ’90. Pero cuando estábamos terminando Otro día para morir, la última de sus cuatro películas, ocurrieron los atentados del 11-S; un incidente terrible que proyectó una sombra enorme que nos llevó a pensar: ya no podemos tener un James Bond muy frívolo, tan fantástico. Tenemos que recalibrar la serie para los nuevos tiempos; y por ahora creo que seguiremos necesitando un Bond que tenga más humanidad, un Bond que sufra. Pensamos en enemigos que puedan encarnar aquello que el mundo teme en cada época, y un Bond para hacerles frente. Este Bond es el héroe que tiene que hacer muchos sacrificios, personales, por un bien mayor.
Pero cuando se le pregunta sobre qué injerencia puede haber tenido el éxito de Jason Bourne –definido a menudo, y al menos hasta la tercera película protagonizada por Matt Damon, como un Bond para el siglo XXI– o de series temáticamente afines como Homeland o 24, en la búsqueda de nuevos guiones y otras vueltas de tuerca para esa “reliquia de la Guerra Fría”, la amable Broccoli –que parece sinceramente enamorada de Bond y no solo del dinero que la saga le ha reportado a su familia por medio siglo– se escapa por la tangente de la corrección: “Soy una gran fan de Jason Bourne, creo que sus films son divertidos y emocionantes y que están muy bien hechos. Y creo que su éxito es muy bueno para nosotros, porque es bueno para el negocio del cine: si la gente la pasa bien yendo a ver películas a una sala, va a volver. Pero tendemos a referenciar siempre hacia adentro del universo Bond, porque es muy rico en libros y películas, está repleto de material. Pero cuando se estrena una de Bourne, los que hacemos Bond vamos a verla con todas las ganas del mundo, como todos”.
Así que, qué depara Bond para el futuro, no se sabe, en especial ahora que Mendes buscó sacudir un poco un universo que lleva décadas consolidándose. Lo único que es seguro, como aseguran al final los créditos de cada película, es que James Bond Will Return..., y que el mundo al que regresará estará –basta leer los diarios de los últimos meses nomás– no menos agitado y revuelto que de costumbre.

MI ESCENA DE BOND FAVORITA

Poética para matar


Por Carlos Gamerro

James Bond se convirtió en un fenómeno cinematográfico, hoy por hoy casi del todo independizado de las novelas que le dieron origen (¿cuándo fue la última vez que vieron a alguien leyendo una de James Bond)? Los clasicistas que todavía proponen a Sean Connery como el Bond insustituible suelen apoyarse en la facha y la clase del actor (arquetipo del caballero inglés que por una de esas paradojas del arte y de la historia ha devenido líder independentista escocés) y la calidad de las películas, pero a eso hay que agregar que las de Connery son las últimas, quizás las únicas, películas de Bond que se parecen a las novelas que les dieron origen. Suele señalarse a Roger Moore como la cara visible de esta traición, pero quizás fue la magistralmente disparatada Casino Royale, con David Niven, la que decidió este divorcio definitivo entre letra e imagen. Soy, que yo sepa, al menos por estas tierras, uno de los últimos dinosaurios que accedieron al mundo de 007 antes por la letra impresa que por la pantalla de colores: en mi adolescencia me leí casi todas las novelas de Ian Fleming en inglés. Algo que suele olvidarse: están maravillosamente bien escritas, en un inglés tan elegante y helado como el mundo que recrean. Raymond Chandler, en una carta a Ian Fleming, lo caracterizó de “sádico”: creo que este ajustado diagnóstico se aplica menos a sus tramas y a su protagonista que a su uso del lenguaje: preciso, infalible, despiadado, neutral. Escribo estas palabras en un breve paso por Suiza, país que en mi opinión resume, más que su Inglaterra natal, la esencia de James Bond.

Poker de damas



Por Marcelo Figueras

Una de mis escenas favoritas del canon bondiano es, lo admito, una muy poco ad hoc: en ella no hay violencia ni acción ni tampoco sexo. Ocurre al promediar Casino Royale (2006), y en un setting más bien hitchcockiano: el vagón comedor de un tren de alta velocidad que se dirige a Montenegro. Allí Bond conoce a Vesper Lynd (Eva Green), la encargada de financiar la partida de naipes con la cual Bond arruinará al villano. Eso es lo que inspira la frase con que Vesper se presenta: I’m the money. Pero la expresión puede ser interpretada de modos que exceden al literal, y por eso Bond replica que, a juzgar por lo que está a la vista, ella parece valer cada penique de ese dinero.
Lo que sigue es un intercambio de estocadas verbales digno del Hollywood de la Era Dorada. Bond se mofa del nombre de la muchacha, sin entender aún qué significará para él. (Vesper significa, entre otras cosas, vísperas, y la primera vez que Bond lo menciona está precisamente en la antesala de su único enamoramiento.) Cuando ella le pide precisiones respecto del bluffing en el poker, Bond, que pronto remarcará cuán masculino es el atuendo de Lynd, responde: “Uno lee (o juega con, dado que el verbo que usa es to play) al tipo que tiene del otro lado”... como de hecho Bond tiene a Lynd, sentada más allá de la mesa. A continuación ella juega el juego, “leyendo” las características personales de Bond y enrostrándole que concibe a las mujeres como placeres desechables. Y para rematar le dice, como si Bond mismo no pudiese ser más que un placer de esa clase, que tiene un culito “perfectamente formado”.
La frase que Vesper no dice, pero queda flotando, es: “Bienvenido al siglo XXI, Mr. Bond”.

Shock


Por José Pablo Feinmann


La escena de apertura de Dedos de oro era maravillosa. Creo que nunca fue superada. Y desbordaba humor cruel. Era así: luego de colocar explosivos plásticos en un cuartel cubano (o algo semejante; esto no importa mucho porque las películas de Bond no son anticomunistas, o no lo son, digamos, de un modo ostensible y burdo) 007 entra en una habitación en la que una mujer toma un baño con un calefactor eléctrico cerca de la bañera (¿un calefactor eléctrico en el trópico? Bue, no importa). Ella se cubre con una toalla (no hay desnudos totales en las películas de Bond), se le acerca, lo abraza y lo besa. Al separarse, Bond ve en la retina de ella la imagen de un hombre que está por acuchillarlo por la espalda. Se hace a un lado, veloz y sagaz. El hombre acuchilla a la mujer. Bond lo golpea. El hombre cae dentro de la bañera. Bond agarra el calefactor y lo tira adentro de la bañera. El hombre muere electrocutado. Bond se emprolija el smoking blanco y, entre el desdén y el elegante tedio, comenta: “Very shocking”. Sale y comienzan los títulos de la espléndida música de John Barry y la canción “Goldfinger” gloriosamente cantada por Shirley Bassey.


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