Escribo esto en la redacción, como sorprendido por lo inesperado, y no porque el final de Alfredo Alcón no fuera previsible, sino porque uno preferiría que no hubiera sucedido, y por eso mismo no quería pensarlo. Pero llegó y me toca. Tal vez porque en otra vida fui actor, malo, muy malo, y Alcón era el número uno, aunque los infestados por Stanislavski (bastante) y Grotowski (un poco menos) lo criticáramos de abajo por “falta de método” y porque siempre tenía cara de torturado; hasta cuando sonreía. Aquella, esa cara.
Creo, estoy convencido, que cuando se nos muere un tipo como Alcón, ocurre algo así como la primera lluvia sobre la tumba de un ser querido, un antes y un después, para mucha gente, incluso los más desamorados: periodistas y escritores. Una frontera, un corte en la línea del tiempo pautado por una cara. Y la mía, la que Alfredo Alcón me deja, es la de Erdosain. La que puso para la película de Leopoldo Torre Nilsson es una anécdota; la otra, la permanente, la que me dice que había nacido personaje de Roberto Arlt, es la que me queda, junto con el misterio. Porque todo actor es un misterio, una oscura caja de Pandora de la que pueden salir ángeles o demonios hechos, como describe Dashiell Hammett al Halcón Maltés, con la materia de los sueños.
Recuerdo. “Hago cine porque soy perezoso, y el director me dice qué tengo que hacer”, se justificaba Marcelo Mastroianni. “Puedo hacer cualquier personaje porque no tengo personalidad”, ha dicho el actor español Javier Bardem. “Me da un poco de miedo entrar al escenario, porque sé que va a pasar algo”, dijo alguna vez Alfredo Alcón.
Constato. Los grandes, en lo que sea, no necesitan hacer ruido ni vociferar “¡soy grande!”. Sencillamente son, y no pretenden explicar lo inexplicable. Porque nadie sabe (ni con “el método”) cómo y por qué alquimia se produce la magia de la actuación; cómo se abre la caja de Pandora. Tampoco los actores, que no son los dueños, pero sí los depositarios de la magia, que asoma a través de sus cuerpos.
Alfredo Alcón, para mí Erdosain, era un grande. Un hombre que, tal vez como Mastroianni o Bardem, se refugiaba en la distancia y la timidez. En una mirada que no exigía tributos, que hasta lo ruborizaban, porque no se creía importante.
Por ejemplo:
Miguel Russo, compañero de redacción, me cuenta de su primera entrevista: Alfredo Alcón hacía (hace un par de décadas largas) Final de partida, de Samuel Beckett. Una entrevista accidentada, con Alcón en el mismo sillón de su personaje, Hamm, el viejo ciego que no puede estar de pie, pero con el grabador que no grabó nada. Entonces, después, enterado por el periodista aún verde, el actor dijo “poné lo que te acuerdes de Beckett”. Y, más tarde, cuando leyó la nota, con la misma distancia tanguera del que no está de vuelta porque sabe que siempre está de ida, concluyó: “Muy buena. Me gustaría haberlo dicho de esa manera”.
Tal vez Erdosain no estaba tan loco como los siete locos, sino que sufría un dolor viejo, me digo, y me refuto como excesivamente tanguero. La tortura interior arltiana que asomaba en un par de trazos en la frente de Alfredo Alcón seguirá siendo para mí parte del misterio. Y no me tienta la coartada voyeurista del periodismo para romper los sellos de lo que tiene que permanecer cerrado. El misterio, cuando existe como algo natural, debe ser respetado. Como el amor o el odio. ¿Para qué reducirlos a impulsos básicos, combustiones químicas o procesos psíquicos? Mejor pensar que el aire de primavera tiene ese qué sé yo, viste, y no que es H2O con un montón de esporas, polen y mohos que te llevarán de cabeza a una alergia llena de pañuelos mocosos. Mejor cerrar el laboratorio y escribir un poema, aunque sea a la bomba.
Al fin me voy haciendo cargo de su muerte, y me pregunto lo propio de todos los velorios, desde aquel primero en que alguien juntó a los deudos a tomar café, un licorcito y aguantar la noche: ¿Qué queda?
Rescato a Alcón en Un guapo del 900 y me lo veo como aquel hombre de la esquina rosada que, agonizando de puñalada, pide que le tapen la cara para que no lo deshonren los visajes de la muerte. Eso se llama respeto hacia uno mismo. Pero cuesta más el otro, el respeto de los otros. Y todo el mundo respetaba a Alfredo Alcón, aunque pueda parecer raro en un medio altamente competitivo. Todos los que trabajaron con él, en el cine, en la tele, en el teatro, atesoran como una joyita de su memoria la relación que establecía de respeto mutuo. El hombre (los que estaban cerca lo llamaban Alfredo, yo no me atrevo) nunca le puso el pie encima a nadie, jamás se colocó en estrella, siempre se asumió como un “laburante” de la escena. Un laburante, un compañero de trabajo dispuesto a dar lo mejor para que todos se luzcan. Suena raro, muy raro en este año 2014, nuevo milenio, en el que se hace real lo que dicen que dijo Andy Warhol, que cada uno tendrá sus cinco minutos de fama, aunque sea por tener dos narices por un error de cirugía.
En fin, que me voy haciendo cargo de que el viernes pasado murió Alfredo Alcón, y que fue de madrugada. Silenciosamente. Con la misma lejanía y falta de escándalo con la que vivió más de ochenta años. Sólo que soy escritor y no puedo evitarlo, tengo que armarle una historia, construirlo en el espacio virtual de la palabra.
Construyo. Era actor, y un actor siempre remite a un escenario, a una escenografía, a un espacio de tela y tiza pero más que real a la hora de los sueños compartidos. Y la escenografía de su muerte es grotesca. Como si la hubieran pensado y dibujado los hermanos Discépolo. Un país, éste, la Argentina, donde los grandes actores son desconocidos porque su lugar lo ocupan aparatos (machos o hembras, da igual) inflados a siliconas, que se venden (porque alguien los compra) como cantantes, bailarinas, actores, conductores de televisión, pastilleros, chocolateros, “entrepeneur”, relacionistas o grandes hermanos; con lo que terminamos en un pellizco de la letra de “Camuflaje”, del Enrique de los Discépolo: “Cualquier gato con tarjeta / se la da de gran señor”. ¡Qué mala suerte tener que morirse con este fondo de corso prostibulario que ningún Rufián Melancólico podría enaltecer por falta de misterio!
Al fin, lo que me queda es la bronca por los del circo de los monstruos. Los que llamo siliconados/as porque hasta el cerebro tienen operado. Los que no cantan “¿pero no ves, gilito embanderado / que la razón la tiene el de más guita? / ¿Que la honradez la venden al contado / y a la moral la dan por moneditas?”, como batía Discépolo, porque no se hacen autocríticas.
Triste, berreta este escenario discepoliano. Sobre todo porque no tiene misterio, está todo a la vista. O, dicho de otra manera, todo lo que hay es lo que se ve, porque debajo no hay nada. Las turras no son milonguitas y, a los turros, mejor ¡rajá, turrito, rajá!, para decirlo con voces de Roberto Arlt.
Cómo no se nos iba a morir Alfredo Alcón. Con esa compañía mejor tomarse el piro.
¿Erdosain? Erdosain. Alfredo Alcón fue un grande, y lo seguirá siendo cuando a los/las siliconados/as se les pase la edad o el lomo para ser gatos/os (no se usa el femenino) porque la cosecha nunca se acaba, y ya están haciendo cola los que todavía no piensan en cirugías.
Esta semana iré al teatro. A cualquier teatro. La obra es lo de menos. No me importará quién esté actuando, caminando el escenario, porque será la continuidad de actores, grandes actores, que pasaron por las tablas sin preguntarse demasiado por qué estaban ahí arriba. Seguramente, porque sabían que explicarlo les quitaría las ganas de vivirlo.
Iré al teatro para aspirar con los ojos cerrados ese olor particular que tienen los teatros. Y con los ojos cerrados, cuando los actores reciten sus personajes, pensaré en todos los que los precedieron. Una larga fila de demiurgos de la palabra y el gesto exacto, como Alfredo Alcón, el que se fue, silenciosamente, a las cinco en punto de la madrugada.
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