Los medios de comunicación hegemónicos funcionan con una verdad absoluta que, a fuerza de repeticiones, y siempre de acuerdo con las políticas económicas neoliberales que gerencian el mundo como si se tratara de una empresa, convoca a una sociedad que debe escandalizarse o adaptarse, que debe someterse o llamarse a silencio, que se adocena casi sin opciones alternativas. En el mundo, por supuesto, está la Argentina.
Aquí, “el pueblo” –desde las hegemónicas pantallas de televisión, páginas de los diarios o legendarias Spicas– pasó a ser “la sociedad” o, lisa y llanamente, “la gente”. El cambio de denominación no es ocioso. El poder hegemónico sabe que “el pueblo” no se somete ni se adapta ni se llama a silencio. Pero sí puede hacerlo “la sociedad” o “la gente”.
De ese modo, para reafirmar su poderío, los grandes medios se encargan, minuto a minuto, de hacer saber quiénes son los personajes y hechos a definir como actores sociales a incluir y quiénes son los que deben marginalizarse. Y minuto a minuto fijan cuáles deben ser las agendas a seguir de manera que determinadas pautas sean destacadas y determinadas otras se mantengan en la invisibilidad.
Para eso, ese poder comunicacional no sólo se nutre de sus elencos propios (se habla permanentemente de las “espadas” y no de las “plumas”) sino que recurre, cada vez con mayor entusiasmo, a un grupo selecto de intelectuales mediatizados o supuestos especialistas.
“Toderos”: aquellos que de todo saben y de todo opinan siempre y cuando sus saberes y sus opiniones reflejen lo que los grupos empresariales que manejan esos medios quieran reflejar. Sin fisuras, los toderos repiten mil veces todo aquello que se torna imprescindible para los intereses de clases e instituciones dominantes. Sin fisuras, los toderos utilizan el lenguaje hegemónico para combatir todo intento de superación y para descalificar desde la más mínima idea que intente contrariar los intereses de los grupos que los llaman a ser parte del espectáculo hasta la más rebelde alternativa transformadora.
Confunden, elencos propios y toderos, esos intereses claramente empresariales y notoriamente políticos, con lo que abrazaron tiempo atrás aquella supuesta función de informar o, en el caso que amerite, entretener.
Esos medios de comunicación hegemónicos muestran a las claras que prefieren (les es utilísimo) un mundo en el que todos crean que la imagen es lo real. Y hacen todo lo necesario para que eso ocurra. Dejan atrás el concepto de que la realidad es un juego de interpretaciones, donde las propias interpretaciones son, a su vez, parte imprescindible de la realidad y del juego. Ya se podía desentrañar, en lo que hoy resulta un lejanísimo 1989, con el libro de Gianni Vattimo, La sociedad transparente. Allí, el filósofo italiano analizaba el rol de los medios de comunicación para llegar a la conclusión de que vivimos (vivíamos entonces, vivimos ahora) en una sociedad plagada de discursos, la gran mayoría de ellos llevados adelante por los medios, que sólo muestran una realidad parcial.
Esos discursos, habida cuenta de su multiplicación hasta el infinito, pero también por lo temerario y cambiante de sus enunciados, convertían a la realidad narrada en un caos. Con el correr de los años, y con la potenciación hegemónica de los grandes grupos mediáticos, ese caos –imposible de comprender, imposible de analizar, imposible de asimilar– se reestructuró discursivamente en un intento por simplificarlo y ofrecerlo masticado y digerido a “la sociedad”, a “la gente”. El caso concreto en el país es la lectura de las tapas de Clarín o un paseo por los programas de la señal TN, símbolos que remiten soberanamente al comentario taxístico –parámetro de la individualidad llevada al extremo– “este país se va al carajo”. Tapas y programas que recurren una y mil veces a la “independencia periodística” y el gesto adusto, a la verborragia indignada que quiere hacer creer que “indignación” y “certeza” son la misma palabra.
Dice el investigador brasileño Dênis de Moraes –y vaya si saben los brasileños lo que es un grupo mediático dispuesto a todo– que los proyectos mercadológicos y los énfasis editoriales pueden variar a gusto, menos en un punto: las corporaciones operan, consensualmente, para reproducir el orden del consumo y conservar hegemonías instituidas. Ante esa institucionalización de la hegemonía, parecería que una de las soluciones posibles radica en abandonar el individualismo de “la sociedad” o “la gente” y comenzar a llamar a las cosas y sus consecuencias por su verdadero nombre. “Pueblo” sería un buen principio, quizás el fundamental.
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