A LOS 82 AÑOS, Y EN SAN SALVADOR DE JUJUY, MURIO HECTOR TIZON
“Sólo está muerto aquello que definitivamente hemos olvidado”
La iniciación, el amor, la traición, la locura y el exilio encontraron en su pluma una forma de retrato personalísima, en la que tenía que ver su percepción del entorno y un lenguaje formado en el castellano de la biblioteca y la oralidad quechua de su pueblo.
Por Silvina Friera
Ningún paisaje está en un solo sitio; se desplaza en los ojos de quien lo contempla. Las pupilas entristecidas por la partida del sabio y magistral narrador que fue Héctor Tizón rememoran Yala, Casabindo, Humahuaca, Cochinoca; silabean bajo el temblor de la emoción la aridez de esa geografía atravesada por la melodía del viento, la polvareda del camino y el compás minucioso que teje el silencio. El árbol de la infancia vuelve a crecer en otros suelos. Cualquier tierra puede ser propia y extraña. Vivir es olvidar, viene a la mente lo que propone el protagonista de uno de sus relatos. El arte del escritor jujeño, que murió ayer en San Salvador de Jujuy a los 82 años, consistió en alivianar su equipaje para viajar con mayor comodidad a través de una red de cuentos y novelas en los que configuró una intensa épica de la austeridad desde experiencias de alcance universal como la iniciación, el amor, la traición, la locura y el exilio. Su escritura se forjó en el cruce de dos lenguas –el castellano de los libros que leyó mestizado con las inflexiones de la oralidad quechua– en las que resplandece lo dicho, pero también aquello que permanece en los márgenes, lo que no es audible o no tiene expresión. El refinamiento, la belleza poética, emerge justo en el preciso instante en que la lengua apenas puede emitir susurros desperdigados sobre las páginas, al pie de la letra. “Las palabras sólo son sombras de los hechos”, postulaba en otro de sus relatos. El olvido no comienza en la tumba, como creía. Mientras haya un solo lector memorioso, la llama de Tizón seguirá encendida.
El lugar de nacimiento a veces es accidental. Si en todo escritor anida un gran mitómano, la biografía puede estar intervenida por lo que el interesado prefiere orquestar. Aunque en este caso es otro cantar. A diferencia de lo que se cree, Tizón nació el 21 de octubre de 1929 en Rosario de la Frontera (Salta), en el Hotel de las Termas, durante un viaje de sus padres, oriundos de Jujuy, el lugar en el mundo que siempre consideró como su tierra de pertenencia. El mismo se enteró cuando necesitó ordenar papeles para rumbear hacia el exilio, en 1976, y pidió una partida de nacimiento. “Como no me la daban, le dije a mi padre: ‘¿Qué pasa, se han olvidado de inscribirme o qué?’. ‘No –dice–, no la vas a encontrar nunca porque naciste en otro lado.’ Y cuando di con ella, le pregunté: ‘¿No encontraron a ningún criollo para ponerme de testigo de mi nacimiento?’. No, porque mis padres eran los dos únicos pasajeros del hotel.” El abuelo paterno del escritor –“español cubano casado con cristiana vieja”– llegó a Yala (Jujuy) por error, buscando Africa, el calor y las palmeras. Los habitantes del pueblo lo evocaban como el primer plantador de bananas de la zona. Algunos de sus mejores libros como Fuego en Casabindo (1969) y El gallo blanco (1992) son lecturas obligatorias en las escuelas del Noroeste. Vivió en Salta, entre 1943 y 1948, donde cursó el secundario y publicó sus primeros cuentos en el diario El Intransigente, relatos que nunca quiso editar en un libro. Intuía, no obstante, que no faltará algún investigador entusiasta que escarbe en los archivos hasta dar con esos textos. “Uno empieza dando tropiezos memorables. Tanto el bípedo como el ave: se empieza a los golpes”, reconocía el escritor con esa sencillez que lo caracterizaba. La expectativa literaria era como una olla a presión donde se cocinaban los sueños y deseos del joven Tizón, que estudió Derecho en La Plata y arrancó con su periplo diplomático en 1958. Estuvo en México, donde fue agregado cultural y conoció a Juan Rulfo, Augusto Monterroso, Ernesto Cardenal y a Ezequiel Martínez Estrada, entre otros autores. Dos años le bastaron para decidir regresar nuevamente a Jujuy, en 1962.
Afiliado a la UCR –solía definirse como “yrigoyenista”–, fue juez de la Corte Suprema jujeña. No se refugiaba en el impacto de una metáfora para escamotear el humus de sus pensamientos. Le gustaba tirar del hilo para desembrollar la madeja convulsionada del tiempo que le tocó vivir, como lo hizo en los ensayos de No es posible callar, donde reflexionó sobre el lugar que ocupa el artista, el destino de la sociedad occidental y el discurso tramposo de la globalización. En 2003 inauguró la Feria del Libro en el predio de La Rural. “Hubiese preferido un tiempo diferente para abordar el lema ‘Los argentinos y los libros’, pero ni siquiera en ceremonias como ésta es posible callar ante actos tan brutales; hacernos los distraídos sería, más que una mera cobardía, un acto inmoral”, dijo el autor de La casa y el viento (1984) por la invasión de los EE.UU. a Irak. Esgrimía que no podía hablar de la literatura cuando “los pistoleros cibernéticos aplastan pueblos y amenazan con asolar al mundo”. La memorable ovación estalló cuando afirmó que el cinismo del discurso único ya no puede disfrazarse: “La fuerza imperial no necesita a un Conrad o a un Kipling. Le basta apelar a citas de Al Capone”.
Tizón ha profesado su orgullo y devoción por la majestuosidad del paisaje donde vivió; atesoraba las voces de los relatos con los que las niñeras indias esculpieron su infancia y reconocía que la mujer introduce al hombre en la tierra, que transmite la palabra. “El mundo –decía Strasser, uno de sus personajes– es siempre lo que una mujer ha hecho de él.” Más que un paisaje o frontera geográfica, su obra se construye a través de un narrador que asume una condición lingüística al proclamarse parte de la cultura altoperuana. Mientras bosquejaba los cuentos del que sería su primer libro, A un costado de los rieles, publicado en México en 1960, zanjó la tensión entre la lengua libresca, aprendida en la biblioteca paterna –el castellano de Calderón, Quevedo, Lope–, con la lengua de los indígenas, “el dulce habla de las criadas”. Cuando esos mundos aparentemente contradictorios se contaminan –comprendió–, se reconocen mejor. El escritor no se cansaba de repetir que la materia de su oficio son “las imágenes mentales que fija con palabras”. Sin embargo, era consciente de la tentación a la que está sometida la literatura que se amasa lejos de las grandes urbes, esos focos de irradiación que toman una parte por el todo de la literatura argentina. “En las provincias podemos ver los pecados capitales caminando por las calles, con nombre y apellido. Y aprender a observarlos, conviviendo con ellos, es una de las grandes primeras lecciones para el incipiente escritor”, señala en un ensayo. “La segunda es olvidarlo para que de todo ello quede su esencia y poder usar libremente esos atributos, huyendo de la perspectiva provinciana.”
En “Más allá del regionalismo: las transformaciones del paisaje”, texto de Enrique Foffani y Adriana Mancini que integra el volumen La narración gana la partida de Historia crítica de la literatura argentina, se plantea que el jujeño ejecutó el gesto sugerido por Roland Barthes. En uno de los ensayos de El grado cero de la escritura, el crítico francés asegura que la novedad en el pensamiento proustiano es haber desplazado el problema del realismo y haber ubicado “el lugar de lo imaginario en el significado; no en la relación entre ‘la cosa y la forma’, sino en el signo, en la relación del significado con el significante. ‘El lenguaje del escritor no tiene como objetivo representar lo real sino significarlo’”. Foffani y Mancini subrayan que la literatura de Tizón “significa un paisaje, un lenguaje, historias y personajes que responden por sus características a ese espacio referencial al que el escritor pertenece”. En la configuración espacial de sus cuentos y novelas –precisan– es donde con mayor nitidez “se observa el trabajo a partir del cual el lenguaje actúa como mediador que procesa la belleza natural del paisaje original”. En la premura con la que se rebobinan fragmentos, frases, remates o principios, tal vez los lectores recuperen esa sensación de que todos los sentidos oscilan por el entredicho. “Acaso la historia podría ser sólo este mismo paisaje, las montañas sombrías de un color confuso cambiante hora a hora desde el amanecer al crepúsculo, el valle verde y el río y las dos, tres, cinco casas desperdigadas...; queremos decir: un escenario donde es casi obligado imaginar personajes como los protagonistas de esta historia que se va a narrar. Por otra parte, todos estos personajes fueron aquí ellos mismos, con sus nombres y circunstancias reales. Gente que quizás en otras tierras no hubiera despertado la atención de nadie”, se lee al comienzo de La mujer de Strasser (1997).
“A veces, percibimos la vida más intensamente cuando la recordamos, con más tranquilidad que en el momento en el que transcurre”, postula en El resplandor de la hoguera (2008), que aglutina sus memorias, anticipo crepuscular de la despedida, donde despliega perspectivas sobre lo real y lo ficticio, lo biográfico y lo literario. “Este es el impulso que lleva a un escritor a escribir diarios o anotaciones autobiográficas; esto y la certeza de que el pasado no permanece en su lugar, nunca se mantiene estático. Sólo puede revivirse en la memoria, y la memoria es un mecanismo que nos permite tanto olvidar como recordar; la memoria es arbitraria: redescubre, inventa, organiza. El verdadero instrumento de la creación es la memoria y de allí también que todo lo que un escritor escribe sea autobiográfico, con más o menos matices.” En este libro –donde logra estar “mano a mano con los fantasmas, regresado a lo que más quise y dispuesto a desaparecer como una sombra, sin ruido, sin memoria, por esa misma rendija de la vida que lograra vislumbrar y convertir en palabras”– desfilan el niño que se subía a los techos para pasar horas leyendo, su visita a la casa de Benito Lynch en La Plata, los prolegómenos de la publicación de Fuego en Casabindo, la amistad con Martínez Estrada y Rulfo y su encuentro con Onetti en Madrid, donde se exilió durante la dictadura.
Tizón conjuró la inexorable sensación de epílogo –la antesala al silencio– con un tímido anhelo del porvenir. Acaso pasado cierto umbral, la memoria se vuelve silenciosa y opta por callarse. La prórroga al silencio, esas páginas que de pronto reparó que valía la pena escribir, está en Memorial de la Puna, de reciente publicación, seis bellísimos relatos imbricados por la Puna, tierra “lijada por los vientos y la sal”, “el gran desierto lunar cálido y frío”, región que asume como destino vital y literario. “Nacer es una casualidad, pero también una fatalidad, puesto que nadie elige por sí mismo el lugar donde nacer. De modo que un escritor ronda y da vueltas sobre el mismo tema, los mismos hombres y las mismas cosas”, escribió en un ensayo de los ’90. La Puna es la Comala o la Santa María de viento y polvo; las luces y sombras de una obsesión –todo transmite una especie de “mensaje cifrado”– que sólo la muerte vino a clausurar. Quedan los gestos modestos, las pinceladas mínimas con las que labraba la densa complejidad de sus criaturas y ese cielo tramando preguntas durante el atardecer. ¿O serán los lectores que miran esas puestas de sol con el interrogante a flor de piel, como si estuviéramos ahí mismo, contemplando los murmullos de la tierra cuando se abre a la noche?
Al principio no quiso irse: continuaba presentando hábeas corpus por sus amigos perseguidos en 1976. Su mujer, Flora Guzmán, lo interpeló con la espada de Damocles de un terror letal. Le dijo que estaba loco si pensaba discutir con Hitler. Y lo convenció. La familia se exilió en Madrid; recién volvió tras la guerra de Malvinas. El viejo soldado (2002), “el menos querido de mis libros, si ello fuese posible”, es la única novela que escapa a las reglas del mundo tizoniano. Quizá por eso eligió publicarla casi veinte años después de escribirla. Como el protagonista Raúl –que para sobrevivir en un país ajeno se emplea como escritor a sueldo de un viejo fascista decidido a publicar sus memorias–, Tizón se las ingenió en España para hacerse del dinero para subsistir sin dejar de escribir. “Fui un negro de la literatura. Presté mi pluma a otros que ni siquiera pensaban como yo, y eso es tremendamente humillante”, recordaba. El también, como Raúl, soportó en tierras lejanas el tedio, el miedo y la tristeza.
El autor de Sota de bastos, caballo de espadas (1975), El hombre que llegó a un pueblo (1975), Luz de las crueles provincias (1995), Extraño y pálido fulgor (1999) y La belleza del mundo (2004), entre otros títulos notables, despliega en Memorial de la Puna una meditación “casi póstuma” sobre la muerte: “Nada ni nadie puede reprimir los recuerdos que iluminan de pronto aquello que creíamos perdido y desaparecido. El olvido es más fuerte e irremediable que la muerte. Sólo está muerto aquello que definitivamente hemos olvidado”.
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