Por Claudio Zeiger
Beatriz Guido tuvo una irrupción rutilante en la literatura argentina cuando en 1954 ganó el premio Emecé con La casa del ángel, una novela que iba a perfilarla desde el comienzo como una escritora que abordaba la historia desde la intimidad y el psicologismo. Una escritora que mantendría una mirada de niña ávida y despierta a lo largo de su vida. Una escritora que sabría componer un personaje literario interesante tanto como hacer de sí misma un personaje literario interesante.
Compuso junto a Marta Lynch y Silvina Bullrich el trío de escritoras más afamado de los años ‘60, y junto a su marido Leopoldo Torre Nilsson armó una pareja emblemática a lo Sartre/Beauvoir; el cine de Nilsson potenció su literatura pero a decir verdad habría de lograr suficiente autonomía con algunos libros resonantes, el ya citado La casa del ángel y en especial las novelas, Fin de fiesta (probablemente su mejor libro) y El incendio y las vísperas. Este último, una visión cerradamente antiperonista de la sociedad argentina, le valió la inclusión por parte de Arturo Jauretche en su libro sobre el medio pelo argentino (capítulo ocho entero dedicado a Beatriz Guido: “Una escritora de medio pelo para un público de medio pelo”). Mantendría una relación ambivalente con esa crítica que, sin dudas, la marcó. Mientras le agradecía a Jauretche porque gracias al libro habían aumentado las ventas de su novela, en verdad dejaría de escribir ficción por bastante tiempo.
La obra de Beatriz Guido, complementada con volúmenes de cuentos como La mano en la trampa y novelas como Escándalos y soledades y La invitación, da la impresión de un proyecto literario cimentado en una perspectiva original pero que en algún momento se extravió, perdió el rumbo o cayó bajo el peso de alguna forma de la fatiga. Beatriz Guido empezó a repetir recursos y a reiterarse en sus gestos de descuido que eran frescos al principio, no en una novela histórica que se pretendía madura. La autora bajó la guardia, se descuidó, quizá fue distraída por los excesos fantasiosos que le atribuían todos los que la trataron y que pudo significar poner demasiada literatura en la vida, pero no tanta vida en la literatura. De todas formas, las primeras novelas y su solidez como cuentista no dejan de situarla en un lugar interesante. Abjuró de ser una escritora de “temática femenina” y pretendió encarar la historia y la política como un escritor a secas. Quedan sobre todo los climas sugestivos, las atmósferas asfixiantes y la manera de encarar la decadencia de la clase alta, parecida y diferente del modelo de Mujica Lainez, su admirado Manucho. Y a pesar de sus pretensiones, su escritura y sensibilidad son eminentemente femeninas, y ése es sin dudas uno de sus aportes más originales a la narrativa argentina del siglo XX. Historia y género, política y sexo, en dosis que aún mantienen misterio y atractivo.
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