El balón por la culata
En 1980, el gobierno militar uruguayo quiso su propio evento deportivo para consolidar su poder. Así, al Mundialito de fútbol disputado por los países campeones del mundo le adosaron un referéndum. Pero a pesar de la victoria en la final contra Brasil, en las urnas la derrota fue lapidaria. El documental de Sebastián Bednarik que por estos días se ve en cines y colegios uruguayos, con entrevistas, documentos y materiales tan variados como elocuentes, rescata el evento del manto de silencio que lo rodeó durante décadas.
Por Por Mariana Mactas
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-6684-2010-12-17.htmlMussolini lo hizo, Videla lo hizo, hasta Franco lo hizo aunque no llegara a verlo. Así que los militares uruguayos también quisieron su gran campeonato deportivo que los legitimara en el poder. Para no ser menos, apostaron más, y lo celebraron junto a un plebiscito constitucional. Estaban tan seguros de ganar que el fraude ni se les ocurrió. Y así se transformaron en el primer gobierno de facto que pierde un referéndum. Eso fue en noviembre de 1980. Un mes más tarde, hace treinta años, la Copa de Oro, el Mundialito, sacó a la gente a la calle para celebrar al Uruguay campeón. Pero no ya en un desfile de ciegas banderas patrias, como estaba previsto, sino cantando aquello de “se va a acabar la dictadura militar”.
La Copa de Oro “no era un mundial, era un invento”. Lo dice alguno de los protagonistas de la película Mundialito, que antes de estrenarse en Argentina da vueltas por salas y colegios de la Banda Oriental. Cuentan que allí, los chicos se quedan con la boca abierta. Es que esa aventura rocambolesca que dio el triunfo a Uruguay en una final 2-1 contra Brasil evocando el mito del Maracanazo, no combina mucho con la cultivada imagen de sobriedad y bajo perfil del país vecino.
Claro, el film está animado por un elenco curioso. Hay unos militares con ganas de perpetuarse en el poder, un chico de seis años vestido de indiecito y erigido en mascota, un señor que habla cocoliche y, whisky en mano, cuenta cómo consiguió el dinero para financiar la aventura, tupamaros en cautiverio que pasaron de negar el campeonato (“pan y circo”), a abrazarse con sus carceleros festejando un gol; y hasta “un tal Berlusconi” que se anota su primera transmisión internacional y su entrada a la liga mayor de la televisión italiana.
El invento consistía en organizar un campeonato internacional entre campeones. Tuvo el aval de la FIFA y, en principio, no volverá a repetirse hasta 2030, centenario del primer mundial. Y aunque hoy la anécdota pueda parecer más digna de un delirio de los Monty Python que de unos militares que torturaban gente, la película suma a su apabullante archivo un caleidoscopio de entrevistados más y menos ilustres que vieron lo mismo de muy distinta manera. Hay políticos como Julio María Sanguinetti que ponen en duda su significado político (¿algún megaevento deportivo no lo tiene?) al lado de jugadores que sí sintieron que se jugaba ahí algo más que una serie de partidos.
Cuando el 57 por ciento de los electores votó por el no, el campeonato que siguió al referéndum se convirtió en la gran puesta en escena de una dictadura herida de muerte. Si el fútbol, como dice el historiador Gerardo Caetano en el film, es el gran escenario de construcción de mitos, este tiro por la culata debía haber dado en el blanco de una nueva etapa política: la de los uniformes habilitados por las urnas. “Conmigo no había ningún problema porque yo no hago política, hago deporte”, dice tajante Joao Havelange. Junto a él, en las imágenes blanco y negro, está Julio Grondona. Sólo el presidente de la AFA y Tabaré Vázquez, entonces presidente de la Comisión de Contabilidad de la Copa de Oro-Mundialito, se negaron a ser entrevistados.
Parida la idea, la dictadura uruguaya vio enseguida la oportunidad de capitalizar una fiesta futbolera. Los organizadores se preguntaban de dónde saldría el dinero para financiarla hasta que un señor con buenos contactos y ganas de hacer negocio, Angelo Voulgaris, se ofreció a “vender” el proyecto con un amigo millonario. Poco después, Berlusconi se interesaba en los derechos exclusivos de la transmisión mundial y un grupo de uruguayos viajaba a Italia para sellar el acuerdo. Fue a partir de ahí que Il Cavaliere logró hacerse fuerte frente a la RAI, accediendo al circuito mainstream de difusión que hasta entonces le estaba vedado.
En Montevideo, la cosa se organizaba por todo lo alto. Se invirtió en equipos de última generación que llegaron en grandes containers y se montó la primera televisación en color del país, pero sólo para el exterior: “Usted, señor, que tiene televisor color, igual no lo va a poder ver”, decía a cámara Cristina Morán, reportera estrella de la TV charrúa. Miles de periodistas de todas partes ocuparon las instalaciones de prensa del Estadio Centenario. La mascota, con el equipo de la selección y una vincha con la bandera uruguaya, tenía una versión de carne y hueso a cargo de Diego Schaffer, 6 años, hijo del agente de relaciones públicas del Mundialito.
El fútbol fue de primera. “Un campeonato extraordinario, muy bien organizado por el gobierno, que se jugaba mucho, y con muy buenos equipos”, define Víctor Hugo Morales. Cruzaba el pasto del Centenario un Diego Maradona de rulo generoso y short apretado que antes de subirse al micro de regreso decía: “A Uruguay no se puede ir a jugar nunca más. Nosotros no los tratamos como nos tratan ellos”. Y Uruguay le ganaba 2 a 0 a Holanda. Y pasaba a la final con Brasil. Los jugadores celestes acordaban pedir un auto para cada uno. Querían quedarse con algo concreto, intuyendo que se pedía de ellos algo más que ganar una serie de partidos. Durante la final, un señor de traje se acercó al banco de suplentes para confirmarles que “lo del auto” estaba aprobado.
En el penal de Libertad los presos políticos y comunes seguían los partidos por radio y recibían el fixture de manos de los soldados. “Fue la única vez en 13 años de preso en que presos y soldados festejamos algo juntos”, dice Marcelo Estefanell, ex tupamaro, autor del cuento “El hombre numerado”, en el que cuenta la final tras las rejas. José Mujica también estaba preso durante el Mundialito: “Fue una pequeña fiesta compensatoria”, precisa. Los partidos políticos proscriptos analizaban el evidente debilitamiento del poder militar. Y la militancia clandestina se envalentonaba. “Hágale un gol a la dictadura. Vote no”, decían los volantes que mostraban al indiecito pateando una urna en lugar de una pelota. Pero quizás el símbolo de resistencia más divertido fue el himno del Mundialito. Aunque los militares habían pergeñado su propio jingle patriótico, fue la pegadiza “Uruguay, te queremos”, de Beto Triunfo y Roberto Da Silva, la que pasó Víctor Hugo por la radio y la que se cantaba con las ganas de un corte de manga. “Te queremos ver campeón, porque en esta tierra vive un pueblo con corazón”, sonaba como contraseña histórica. “Era un grito de guerra”, dice Triunfo.
Treinta años después, el Mundialito no ha merecido hasta ahora ningún festejo. Como el Mundial ’78, mejor mirar para otro lado. “Recordarlo sería recordar la dictadura”, dice Gerardo Caetano. Del semi olvido lo han rescatado los realizadores de esta película, que evidencia muchas entrevistas para quedarse con pocas y un trabajo arqueológico por encontrar, recuperar y digitalizar un archivo casi inexistente en el Uruguay. Parece que el acceso a esos pocos archivos, y la agilización de trámites habría sido más fácil si el gobierno hubiera accedido a declarar el proyecto de interés nacional, como pasó con los films anteriores del equipo –La Matinée, Cachila–. Pero los funcionarios de Tabaré dijeron que no. Que el gobierno tenía otras formas de tratar la memoria reciente.
Para más información sobre la película: www.mundialitolapelicula.com
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