Opera prima áspera y oscura
En esta coproducción mexicano-polaca, la directora hace que los personajes sólo hablen por sus acciones. La historia de una niña en San Clemente del Tuyú durante la dictadura tiene mucho de autobiográfico, según reconoció.
Por Luciano Monteagudo
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-20745-2011-02-12.html Desde Berlín
La competencia oficial recién empezó ayer y para la hora de los Osos todavía falta la eternidad y un día, pero se diría que la ópera prima de la argentina Paula Markovitch ya viene con premio, más allá de su título. Radicada en México desde comienzos de los años ’90, Markovitch –conocida hasta ahora como guionista de Temporada de patos y Lake Tahoe, los dos films de Fernando Eimbcke que hacen pensar que hay vida en el cine mexicano más allá de Iñárritu– es la autora absoluta de El premio, una insólita coproducción mexicano-polaca basada en un episodio de su propia infancia, en el balneario de San Clemente del Tuyú, allá por 1976, durante el crudo invierno de la dictadura militar.
“Es una historia autobiográfica y transcurre en escenarios de mi infancia, a los que siempre regreso en mis sueños”, contó Markovitch (Buenos Aires, 1968) en la conferencia de prensa que siguió a la proyección de su primer largometraje como directora. “Todavía escucho el sonido del viento, la playa hostil y las tormentas haciendo temblar la casa.” Toda su película está narrada desde el punto de vista de Cecilia, una nena de 7 años, refugiada con su madre en una precaria cabaña a orillas del mar, en una San Clemente lejos del sol de temporada. El premio se cuida muy bien de enunciar aquello que no hace falta: nada se dice de la dictadura, ni hay carteles con fechas ni explicaciones, y sin embargo queda claro desde un comienzo que Ceci (Paula Galinelli Hertzog, una niña de una sensibilidad impresionante) y Lucía (Laura Agorreca) están allí, entre esas cuatro paredes sacudidas por la fuerza de la naturaleza, escapando de algo, que tiene que ver con el padre ausente. Cuando llega el momento de ir a la escuela, Ceci tiene la instrucción de repetir, como un mantra, que “mi papá arregla cortinas y mi mamá es ama de casa”. Nada más, como si fuera un soldado en territorio enemigo, a quien apenas le está permitido decir rango y número. Pero una mañana llega al colegio la noticia de que el destacamento del ejército de la zona organiza un concurso de cuentos y allí Ceci, en su inocencia, escribe aquello que tiene prohibido decir en voz alta.
Lo valioso del film de Markovitch es que sus personajes sólo hablan por sus acciones. Nadie dice nada que se aparte de la vida cotidiana y, sin embargo, esa vida está cargada de sentidos, desde la angustia indecible de la madre, expresada en la alienación de su mirada, hasta la maestra de escuela (Viviana Suraniti), que sin darse cuenta, y a pesar del cariño con el que trata a su único curso, en el que conviven chicos de distintas edades, ha hecho suya la disciplina cuartelaria que impera en el país, delación incluida. No hay villanos en El premio, y sin embargo es un film grave, oscuro, surcado por el sonido crudo del viento y hecho de imágenes poderosas (a cargo del polaco Wojciech Staron) que no le temen a la aspereza, aunque culminen con una débil luz de esperanza. “No hubiera sido sincera con mis recuerdos y mis emociones”, afirmó Markovitch cuando alguien le cuestionó su final, que a pesar de ser emotivo está lejos de happy end.
Opera prima de una directora mujer, con un impresionante dominio de los niños actores (la protagonista, pero además su pequeña amiga y compañera, que la quiere, admira y envidia), El premio tiene también un fuerte contenido político, que siempre cotiza muy alto aquí en la Berlinale. Lo que no se entiende es por qué la película encontró coproductores y ayudas de medio mundo (Fonds Sud de Francia, el World Cinema Fund de la Berlinale) y no de la Argentina. “Es lamentable que no haya tenido apoyo del Incaa, es un poco loco, pero allí tienen reglas muy raras”, señaló el productor mexicano Izrael Moreno. Pero Markovitch se ocupó de calmar las aguas y señaló que la de la producción de su película “fue una historia larga, llevó mucho años”. “En el camino tuvimos solidaridades impensadas y escollos donde creíamos que iba a ser más fácil. Tuvimos encuentros con productores argentinos, pero desencuentros artísticos. Fue una búsqueda laberíntica y mientras tanto el Instituto Mexicano de Cine tuvo la generosidad de considerar que una obra que transcurre en otro país podía tener una relevancia universal. Lo importante es que hay mucho talento argentino en la película, empezando por los niños y los actores.”
Al lado de El premio quedó deslucida Margin Call, otra ópera prima en competencia por el Oso de Oro, en este caso una producción indie estadounidense adornada con un elenco made in Hollywood: Kevin Spacey, Demi Moore, Paul Be-ttany, Stanley Tucci y Jeremy Irons. El director debutante J. C. Chandor, además autor del guión, tiene la eficiencia del sólido artesano formado en la televisión, pero también todas sus limitaciones. Se diría que la pulcritud formal de la película es equivalente a su ambigüedad conceptual. Un poco a la manera de los viejos boardroom dramas de la primera generación de la televisión (Doce hombres en pugna, por caso), Margin Call trabaja con una fuerte unidad de tiempo y espacio. En menos de 24 horas, un grupo de gerentes y accionistas de una importante firma de inversiones con sede en Manhattan debe decidir no sólo qué hacer con sus valores en la Bolsa, sino hasta qué punto esas decisiones pueden llegar a afectar al común de la gente, esa que camina inocentemente treinta pisos debajo de la torre donde se juegan los destinos de cientos de miles de trabajos e hipotecas.
El tema se inspira en la crisis financiera de Wall Street de 2008, que terminó sacudiendo a casi todo el mundo, pero la película de Chandor no aspira a dar cuenta de las consecuencias de ese fenómeno, sino apenas de las dudas y conflictos de conciencia de ese grupo de CEOs enfundados en sus trajes a medida y apartados del mundo exterior por gruesas paredes de cristal. Que esos conflictos no sean muy profundos ni duraderos sino apenas la oportunidad, en algún caso (como el personaje de Kevin Spacey), de una modesta expiación de pecados, parece un cinismo más del director, que aquí en Berlín declaró conocer bien el paño. “Mi padre trabajó para la consultora Merrill Lynch por casi cuarenta años”, dijo. A confesión de parte, relevo de pruebas...
La competencia oficial recién empezó ayer y para la hora de los Osos todavía falta la eternidad y un día, pero se diría que la ópera prima de la argentina Paula Markovitch ya viene con premio, más allá de su título. Radicada en México desde comienzos de los años ’90, Markovitch –conocida hasta ahora como guionista de Temporada de patos y Lake Tahoe, los dos films de Fernando Eimbcke que hacen pensar que hay vida en el cine mexicano más allá de Iñárritu– es la autora absoluta de El premio, una insólita coproducción mexicano-polaca basada en un episodio de su propia infancia, en el balneario de San Clemente del Tuyú, allá por 1976, durante el crudo invierno de la dictadura militar.
“Es una historia autobiográfica y transcurre en escenarios de mi infancia, a los que siempre regreso en mis sueños”, contó Markovitch (Buenos Aires, 1968) en la conferencia de prensa que siguió a la proyección de su primer largometraje como directora. “Todavía escucho el sonido del viento, la playa hostil y las tormentas haciendo temblar la casa.” Toda su película está narrada desde el punto de vista de Cecilia, una nena de 7 años, refugiada con su madre en una precaria cabaña a orillas del mar, en una San Clemente lejos del sol de temporada. El premio se cuida muy bien de enunciar aquello que no hace falta: nada se dice de la dictadura, ni hay carteles con fechas ni explicaciones, y sin embargo queda claro desde un comienzo que Ceci (Paula Galinelli Hertzog, una niña de una sensibilidad impresionante) y Lucía (Laura Agorreca) están allí, entre esas cuatro paredes sacudidas por la fuerza de la naturaleza, escapando de algo, que tiene que ver con el padre ausente. Cuando llega el momento de ir a la escuela, Ceci tiene la instrucción de repetir, como un mantra, que “mi papá arregla cortinas y mi mamá es ama de casa”. Nada más, como si fuera un soldado en territorio enemigo, a quien apenas le está permitido decir rango y número. Pero una mañana llega al colegio la noticia de que el destacamento del ejército de la zona organiza un concurso de cuentos y allí Ceci, en su inocencia, escribe aquello que tiene prohibido decir en voz alta.
Lo valioso del film de Markovitch es que sus personajes sólo hablan por sus acciones. Nadie dice nada que se aparte de la vida cotidiana y, sin embargo, esa vida está cargada de sentidos, desde la angustia indecible de la madre, expresada en la alienación de su mirada, hasta la maestra de escuela (Viviana Suraniti), que sin darse cuenta, y a pesar del cariño con el que trata a su único curso, en el que conviven chicos de distintas edades, ha hecho suya la disciplina cuartelaria que impera en el país, delación incluida. No hay villanos en El premio, y sin embargo es un film grave, oscuro, surcado por el sonido crudo del viento y hecho de imágenes poderosas (a cargo del polaco Wojciech Staron) que no le temen a la aspereza, aunque culminen con una débil luz de esperanza. “No hubiera sido sincera con mis recuerdos y mis emociones”, afirmó Markovitch cuando alguien le cuestionó su final, que a pesar de ser emotivo está lejos de happy end.
Opera prima de una directora mujer, con un impresionante dominio de los niños actores (la protagonista, pero además su pequeña amiga y compañera, que la quiere, admira y envidia), El premio tiene también un fuerte contenido político, que siempre cotiza muy alto aquí en la Berlinale. Lo que no se entiende es por qué la película encontró coproductores y ayudas de medio mundo (Fonds Sud de Francia, el World Cinema Fund de la Berlinale) y no de la Argentina. “Es lamentable que no haya tenido apoyo del Incaa, es un poco loco, pero allí tienen reglas muy raras”, señaló el productor mexicano Izrael Moreno. Pero Markovitch se ocupó de calmar las aguas y señaló que la de la producción de su película “fue una historia larga, llevó mucho años”. “En el camino tuvimos solidaridades impensadas y escollos donde creíamos que iba a ser más fácil. Tuvimos encuentros con productores argentinos, pero desencuentros artísticos. Fue una búsqueda laberíntica y mientras tanto el Instituto Mexicano de Cine tuvo la generosidad de considerar que una obra que transcurre en otro país podía tener una relevancia universal. Lo importante es que hay mucho talento argentino en la película, empezando por los niños y los actores.”
Al lado de El premio quedó deslucida Margin Call, otra ópera prima en competencia por el Oso de Oro, en este caso una producción indie estadounidense adornada con un elenco made in Hollywood: Kevin Spacey, Demi Moore, Paul Be-ttany, Stanley Tucci y Jeremy Irons. El director debutante J. C. Chandor, además autor del guión, tiene la eficiencia del sólido artesano formado en la televisión, pero también todas sus limitaciones. Se diría que la pulcritud formal de la película es equivalente a su ambigüedad conceptual. Un poco a la manera de los viejos boardroom dramas de la primera generación de la televisión (Doce hombres en pugna, por caso), Margin Call trabaja con una fuerte unidad de tiempo y espacio. En menos de 24 horas, un grupo de gerentes y accionistas de una importante firma de inversiones con sede en Manhattan debe decidir no sólo qué hacer con sus valores en la Bolsa, sino hasta qué punto esas decisiones pueden llegar a afectar al común de la gente, esa que camina inocentemente treinta pisos debajo de la torre donde se juegan los destinos de cientos de miles de trabajos e hipotecas.
El tema se inspira en la crisis financiera de Wall Street de 2008, que terminó sacudiendo a casi todo el mundo, pero la película de Chandor no aspira a dar cuenta de las consecuencias de ese fenómeno, sino apenas de las dudas y conflictos de conciencia de ese grupo de CEOs enfundados en sus trajes a medida y apartados del mundo exterior por gruesas paredes de cristal. Que esos conflictos no sean muy profundos ni duraderos sino apenas la oportunidad, en algún caso (como el personaje de Kevin Spacey), de una modesta expiación de pecados, parece un cinismo más del director, que aquí en Berlín declaró conocer bien el paño. “Mi padre trabajó para la consultora Merrill Lynch por casi cuarenta años”, dijo. A confesión de parte, relevo de pruebas...
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