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Sus comienzos: figurines y vestidos con las monedas que le daba su madre, Juana Ibarguren, para comprar revistas del espectáculo. Su salida de Junín y la llegada a Buenos Aires. Por qué ninguna podrá ser como ella.
Fantaseaba ya de niña con ser actriz. Sus 13 años la encontraron recortando figuritas de las revistas del espectáculo que llegaban al almacén cercano a la plaza de su pueblo. Apenas reunía las monedas que a su madre, Juana Ibarguren, tanto le costaba ganar, corría a buscar un número nuevo. María Eva Duarte pasaba las siestas juninenses repasando las páginas. Una vez que su criterio semanal aportaba una decisión, las recortaba en orden de importancia. De todos los figurines, tenía que elegir uno. ¿Para qué? Para que Juana le cosiera en su máquina a pedal el modelo de vestido que llevaba la actriz. Le salían parecidos. No tenían la misma caída los géneros argentinos que los que la chica veía en las revistas. Pero a ella no le importaba. Con el vestido puesto, frente al único espejo que tenían las Duarte en la casa, Evita ensayaba monólogos o cantaba canciones.
La actuación fue el impulso vital que ayudó a Evita a salir de Junín. Primo Arini, el dueño de la única casa de música de Junín, la invitó a una audición. Arini ponía altoparlantes y el canto de los niños se escuchaba en todo el pueblo. Con la voz de Eva llegó la invitación. Su deseo se convirtió en el boleto de ida hacia la Capital.
El rostro de Eva que ilustra esta nota es casi dos décadas mayor al de la chica que salió de Junín. Tenía 15 entonces y el permiso de su mamá. Hay que tener cojones y una idea fija para llenar de nada una valijita de cartón simil cuero y subirse al tren. Para caminar la inmensidad de Buenos Aires en busca del objeto de su deseo.
“La mesa está servida” fue la primera frase que recitó sobre un escenario, después de desplazarse menos de diez pasos hasta una de sus esquinas. La dijo frente al público, sentado en butacas paquetas, con los ojos llenos de brillo y con el pecho abierto de felicidad. La dijo después de caminar miles de cuadras por la ciudad buscando una pensión, garroneanado café con leche en algún bar. Eva había sido aceptada en la Compañía Argentina de Comedias, que encabezaba José Franco. La obra se llamaba La señora de los Pérez y Eva era la mucama. No estaba ni siquiera mencionada en el programa pero alguien se percató de su presencia. Un crítico, Augusto Guibourg, que el 29 de marzo de 1935 escribió en el diario Crítica: “muy correcta la breve intervención de Eva Duarte.”
Tuvo otros papelitos y otros papeles. El radioteatro la hizo un tanto famosa. Por su oficio de actriz, conoció al entonces coronel Juan Domingo Perón. Los dos estaban en el Luna Park movidos por la misma inquietud: llevar ayuda a los damnificados por el terremoto de San Juan.
Juan y Eva se vieron, se enamoraron, se pegotearon y, tiempo después, se casaron. Él iba a buscarla a la radio pero ella, de a poco, se fue enredando en su vida y dejando de lado la actuación. Le resultaba fascinante escuchar, desde la cocina del departamento de la calle Posadas, las reuniones que Perón tenía con sus colaboradores. Entraba con una bandeja en la mano: “A ver muchachos, ¿quién quiere café?”
La idea de Eva actriz premoldea aquello en lo que su vida se transformó después. Lo que quiso ser, su deseo, su obsesión trocó y conservó la misma llama, idéntica pasión. Esa es la gloria y es el imán que todas desean. Es la explicación a la pregunta: ¿por qué todas las actrices quieren ser Eva?
“La mesa está servida” o cualquiera de los parlamentos de El beso mortal, o de Las Inocentes, o de La Nueva Colonia, de Luiggi Pirandello, estaban cargados de palpitaciones, de miedos, de barro, de supervivencia. Quizá una mala noticia: fueron únicos e irrepetibles. Nadie jamás será como Eva. <
(*) Autora de Vida sentimental de Eva Perón. Editorial Sudamericana.
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