lunes, 12 de noviembre de 2012

Nuevas tendencias y nuevos horizontes del cine argentino


Historias extraordinarias marcó un cambio de paradigma en la nueva producción nacional. El desborde y la desmesura irrumpieron en un cine que encontraba su perfil en el minimalismo y la apatía narrativa. Cómo es el "novísimo" cine de hoy.

http://tiempo.infonews.com/2012/11/11/suplemento-cultura-90545-nuevas-tendencias-y-nuevos-horizontes-del-cine-argentino.php




















Hasta hace poco, la imagen que el espectador medio tenía del llamado Nuevo Cine Argentino (al que por razones de practicidad mencionaremos, en el resto de la nota, como NCA) era la de un señor o muchacho parcos hasta casi la exasperación, que mantenían herméticamente clausuradas las razones de su silencio mientras deambulaban un poco a las perdidas, sosteniendo esporádicos encuentros con otros señores, muchachos o señoritas, en general tan parcos como ellos.

Pues bien, eso ya no es necesariamente así. A los protagonistas del Novísimo Cine Argentino (de algún modo hay que diferenciar una corriente generacional de la otra) les "pasan cosas", para recurrir a una fórmula trillada. Aún sin perder del todo la hermeticidad o la apatía, los héroes del Novísimo Cine Argentino (al que inicialaremos como NNCA) viven aventuras, sufren terrores, se exponen, a veces mueren en el intento y en otras terminan siendo otros, distintos de lo que eran al comienzo. Cosa que antes raramente sucedía.

Antes de seguir, conviene aclarar que no tiene nada de malo que al personaje de una película "no le pase nada". Lo cual, por otra parte, es siempre sólo aparente. Redes de sugerencias y sendos fuera de campo, subtextos y contextos permiten inducir que algo le pasa a esa señora (Graciela Borges) a la que en un momento de La ciénaga se le cae el vaso de whisky, junto a la descuidada pileta de su muy venida abajo mansión salteña. O que, por más que no diga ni media palabra en toda la película, el pasado, el presente y posiblemente el futuro del protagonista de Los muertos no fue, es ni será inmune al drama. O que para el solitario protagonista de Rapado, que le hayan robado la moto significa más que simplemente "me robaron la moto". Hace rato que la teoría aristotélica --que postula la necesidad de un conflicto visible entre dos fuerzas contrarias como palanca dramática inevitable-- se ha probado reduccionista, totalitaria y regresiva. Lo cual no quiere decir, claro, que sea cierta la teoría contraria, postulada por algunos gurúes de la avanzada: que para que una película sea moderna, buena y cool, no debe haber en ella conflicto visible. Entre el tradicionalismo retrógrado y el modernismo por obligación hay, como es obvio, infinidad de caminos intermedios, que prueban que es posible poner ciertas tradiciones narrativas en diálogo, en tensión, en conflicto con el aquí y ahora. Esos caminos son los que el NNCA viene transitando, de unos años a esta parte, en distinto grado y con suerte diversa.
 
HISTORIAS DESAFORADAS. Un hombre baja del auto y se acerca a otro, que toma una escopeta y le dispara. Es el comienzo de Historias extraordinarias, de Mariano Llinás, la película que desde el título mismo le marcó al NCA, cuatro años atrás, el rumbo de la ficción, libre y descabellada de ser necesario, lo cual hasta el momento había ejercitado sólo de modo ocasional (el corto Cuesta abajo y el largo Un oso rojo, ambos de Adrián Caetano, pueden contarse entre esas escasas ocasiones). Con películas como Pizza, birra, faso, Mundo grúa, La libertad, Rapado y La ciénaga por insignias, el NCA fue realista, documentalista, minimalista. Más dado a la observación que a la narración, al tiempo muerto que a la acción. Sin renegar de todo ello pero de modo programático, la película de Llinás aspiraba a un drástico cambio de paradigma. 

Historias extraordinarias era pura desmesura: cuatro horas 35 minutos  de duración, tres historias divididas en una veintena de episodios, rodaje de casi un año, una larga plantilla de actores, locaciones que incluían Mozambique (¡!) y, sobre todo, una profusión de tramas y subtramas en la que no faltaban una patrulla perdida de soldados del Reich cantando canciones en alemán o un león agonizante en una chacra. Historias desaforadas, para darle un título que no disgustaría a Llinás, ávido lector de Bioy Casares, tanto como de Borges, Marcel Schwob o Lucio V. Mansilla. Pero atención, que en Historias extraordinarias el desafuero imaginativo convivía con locaciones reconocibles (pueblos, rutas, hotelitos, paradas y ríos de la provincia de Buenos Aires), historias mínimas (pobladas de oscuros agrimensores, burócratas de provincia y hombres que añoran a la mujer amada) y referencias de un localismo casi costumbrista. Es lógico: si hay algo propio de Bioy es ese surgimiento de lo extraordinario en medio de lo más ordinario. 

Llinás no elimina de cuajo ni refuta en bloque el cine del NCA. Aún en su ética aventurera, su espíritu lúdico y su narración arbolada, esas historias extraordinarias siguen llenas de tiempos muertos y espacios vacíos. Son más verborrágicas en términos de trama, imágenes o relato off que del habla misma de los personajes, que terminan resultando tan parcos como sus predecesores de Nadar solo, El custodio o Extraño. Es como si Historias extraordinarias contuviera en sí el NCA, haciéndole dar un salto hacia el NNCA que su propia existencia funda.
 
LA SEGUNDA GENERACIÓN. De la refundación que representa el film de Llinás surge el grueso del NNCA, al que podría considerarse como segunda generación del Nuevo Cine Argentino. Los films de ficción más significativos del último bienio (El estudiante, de Santiago Mitre, y las recién estrenadas Los salvajes, de Alejandro Fadel, y La araña vampiro, de Gabriel Medina) se lanzan a la invención imaginaria con un desafuero en el que resuena el eco de Historias extraordinarias. De hecho, tanto Mitre como Fadel ingresaron literalmente al cine de la mano de Llinás: fue él quien produjo, en 2005, El amor, primera parte, escrita y dirigida por ambos junto a Martín Mauregui (que prepara en este momento su debut solista) y Juan Schnitman. 

Pero Mitre, Fadel y Mauregui cuentan con un segundo padrino: Pablo Trapero, para quien escribieron los guiones de Leonera, Carancho y Elefante blanco. Si en algo coinciden Llinás y Trapero es en la fusión de lo ficcional con lo documental, manifiesta en el respeto por geografías y decorados reales, así como en un intensivo trabajo de investigación previa en locaciones, archivos y documentos. Tanto El estudiante como Los salvajes heredan esta ética. "Yo, antes de empezar a escribir el guión de El estudiante, del mundo de la política estudiantil no sabía nada", reconoce Mitre. "Me enteré de todo investigándolo. Junto con la gente de mi 
equipo estuvimos meses enteros yendo a la Facultad de Filosofía, para aprender cómo era ese mundo." Resultado de esa frecuentación previa, en El estudiante, la cámara reproduce el ingreso del cineasta a ese mundo cerrado, invitando al espectador a hacerlo con él, entre "decorados" inconfundiblemente documentales. Tan documentales como muchas escenas, sobre todo de asambleas estudiantiles, que Mitre y su equipo "robaron" a lo real, como plataforma de despegue para la ficción.

"Cuando empecé a pensar Los salvajes, mi intención inicial fue filmar un paisaje, esa zona de sierras entre Córdoba y San Luis", dice Alejandro Fadel. Filmar un paisaje debería ser, se supone, la intención de un documentalista, difícilmente la de un realizador de films de ficción. "Después escribí el guión, teniendo sobre todo westerns en la cabeza. Pero la película funciona al revés que un western: mientras que las películas del oeste construyen una épica, Los salvajes empieza siendo épica y de a poco se va diluyendo." Se diluye primero en el realismo, social incluso, que el realizador elige para narrar el escape de un grupo de jóvenes de un penal serrano, y luego en la historia de un ritual mítico, primal. Historias desaforadas.
 
EL FIN DE LA AVENTURA. Los salvajes hace manifiesta la absorción del cine previo por parte del NNCA: chicos marginales, sus protagonistas hablan en una jerga y con unos modos que son, inconfundiblemente, los de los protagonistas de Pizza, birra, faso, uno de los films fundacionales del NCA. En La araña vampiro, esa asimilación o canibalización tiene rostro visible: el actor que hace de guía de la aventura no es otro que Jorge Sesán, "el rubio" del film de Adrián Caetano y Bruno Stagnaro. A su vez y como si ambos directores se hubieran complotado para filmar películas-parientes, La araña vampiro tiene por escenario un paisaje serrano contiguo al de Los salvajes. Y también narra, como el film de Fadel, un trayecto, un recorrido, una aventura. En este caso, de tintes más fantásticos, que lindan con el terror liso y llano, por más que el protagonista parezca escapado, en su frágil neurosis urbana, de alguna película de Martín Rejtman o Ezequiel Acuña, predecesores de Gabriel Medina. Picado por una araña letal, los lugareños indican al protagonista de La araña vampiro subir a la montaña, encontrar el nido de arañas y hacer que una… lo vuelva a picar. La picadura debe ser, más específicamente, en el ojo, órgano cinematográfico por excelencia. Mientras tanto, la roncha que el protagonista lleva en el brazo se va inflamando, hasta volverse una suerte de cráter en expansión. "La inspiración fue el ano de las cucarachas gigantes de Festín desnudo, de David Cronenberg", reconoce Medina. Parte, como Fadel, de una generación decididamente cinéfila. 
Medina es capaz de enumerar a David Lynch, Sergio Leone, Gus Van Sant y hasta el realizador de terror all’italiana Lucio Fulci como influencias de su película y Fadel hace lo propio con Más corazón que odio, de John Ford, Pat Garrett y Billy the Kid, de Sam Peckinpah, o The Shooting, de Monte Hellman. Sin embargo, Medina aclara: "Lo mío no es el formalismo, no me propongo homenajear una película, un realizador o un género determinados, hacer guiños al espectador, incluir referencias literales o plantearme si soy clásico o moderno. Me concentro en los personajes y en la historia y pongo todo en función de eso." Podría jurarse que sus colegas Fadel y Mitre piensan de modo parecido. Por mucho cine que hayan visto, a estos cineastas no los mueve la nostalgia sino la necesidad. La necesidad de narrar, de mostrar el mundo, de experimentar otras maneras de estar en él, invitando al espectador a vivir también la experiencia.
 
 
Documentales en proceso
Cuando se habla de Novísimo Cine Argentino, no debe pensarse sólo en cine de ficción. Buena parte de los films más interesantes, libres y heterodoxos de las últimas cosechas de cine argentino son documentales. Tres nombres esenciales de las últimas décadas: Carmen Guarini, Marcelo Céspedes y Andrés Di Tella. Los films de Guarini y Céspedes (entre ellos Hospital Borda, un llamado a la razón, 1986; Tinta roja, 1998; Gorri, 2010) responden a lo que da en llamarse "cine directo", escuela documental que prescinde de toda ilusión de omnisciencia, recurriendo a formas propias del cine de ficción (dramaturgia, narración, puesta en escena) y descartando los recursos más socorridos del género, como la voz en off y el desfile de "cabezas parlantes".

Guarini y Céspedes abjuran de didactismos y enfoques generalizadores, prefiriendo lo puntual, lo específico, lo colateral, ya se trate del estado de deterioro de un hospital público, la sección Policiales del viejo diario Crónica o el legado del pintor Carlos Gorriarena. Muchas de esas elecciones son también las de Andrés Di Tella, en films como Montoneros, una historia (1998), La TV y yo (2002) y Hachazos (2011). En la primera de ellas no se aspira a narrar "la" historia de Montoneros, en su totalidad (como lo haría un documental televisivo), sino, muy por el contrario, la vívida experiencia de una ex militante, revivida ante cámara con gracia, espontaneidad y sentido del humor.

 A partir de La TV y yo, Di Tella se incluye como narrador y como personaje, adscribiendo de lleno a la corriente, muy en boga, de documentales en primera persona. Verdaderas "obras abiertas", los documentales de Di Tella están llenos de conjeturas, planteos sobre cómo construir su propio tema, sensación de ir armándose sobre la marcha: la única prueba de verdad del documental es el encuentro con lo real.

Tal como sucede en el terreno de la ficción, estos "padres fundadores" tuvieron descendencia. Véanse si no tres de los estrenos más interesantes de esta temporada: Tierra de los padres, de Nicolás Prividera, Papirosen, de Gastón Solnicki, y El etnógrafo, de Ulises Rosell. Una de las películas argentinas más rigurosas y radicales en mucho tiempo, Tierra de los padres, revisa los enfrentamientos a muerte que atraviesan la historia argentina, mediante la lectura de textos esenciales de esos padres de la patria a los que el título alude. Libro en mano, un actor, un escritor o un realizador de cine leen cada texto en el cementerio de la Recoleta, junto a la tumba del prócer, pensador o político en cuestión. El resultado es magnético, intenso y profundamente revulsivo. Para armar Papirosen, Gastón Solnicki filmó a su familia, durante doce años, sin tener claro qué uso darle al material y hallando finalmente su sentido en la propia mesa de montaje. El resultado es un estudio del judaísmo durante la segunda mitad del siglo XX (desde la Shoah hasta aquí), con una familia porteña de clase media alta como cifra de esa totalidad, pero también como singularidad absoluta.

Singulares e inefables son los personajes que atraen a Ulises Rosell, como ya había demostrado la sorprendente Bonanza (en vías de extinción) (2001). En los años '70, el antropólogo británico John Palmer, protagonista de El etnógrafo, bajó hasta Salta para completar una tesis sobre los indios wichí. Terminó casándose con una miembro de la comunidad, tuvo cinco hijos con ella y se integró al poblado, en calidad de vecino y asesor legal. Rosell no filma "el problema del pueblo wichí", así, con mayúsculas: echa luz sobre él, como a través de una pequeña hendija. Hendija abierta por un miembro de la comunidad, llevado a prisión por haber mantenido relaciones con una menor, hija de un matrimonio previo de su esposa y con consentimiento de ella. Algo que la cultura wichí no condena. Pero sí la ley del hombre blanco. Toda la película está vista y hasta puesta en escena a través de los ojos de Palmer, violando otra ley no escrita del documental tradicional: la de que el documentalista "filma lo que ve".

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