Por Emanuel Respighi
Aun en su reiteración, las preguntas no pierden la necesidad de expresarse ante cada nueva edición de los Martín Fierro: ¿tiene la industria televisiva y radiofónica argentina el premio que se merece? ¿O, acaso, dado el desarrollo que la pantalla chica supo lograr en los últimos años, sus profesionales no deberían aspirar a un galardón que –con la polémica lógica de la subjetividad– escape a las suspicacias históricas que encierra al premio más cuestionado del país? ¿Está bien que la calidad televisiva y radiofónica sea juzgada por la Asociación de Periodistas de la Televisión y la Radiofonía Argentina (Aptra), donde más de la mitad de sus 99 miembros –mirándolo con bondad– no ejerce el periodismo? Interrogantes que buena parte de la industria debería al menos plantearse, si lo que se quiere es dejar atrás la hipocresía de una premiación que pocos respetan y, a esta altura, mucho menos prestigia.
La 43ª entrega de los premios Martín Fierro fue, tal vez, la ceremonia en la que los hilos que se camuflan detrás del supuesto reconocimiento se notaron con mayor visibilidad. El desdoblamiento de la ceremonia, con una irrespetuosa y fría entrega vespertina para “rubros menores”, fue la primera muestra de que Aptra no tiene inconvenientes en ceder mansamente la premiación a las decisiones del canal emisor, al fin y al cabo financista de la velada y de la asociación. La discriminación a los trece ganadores de la ceremonia grabada por la tarde se hizo evidente con las burdas ediciones de las que fueron objeto sus discursos, emitidos por la noche en la pantalla grande del Teatro Colón. No sólo ninguno de los invitados VIP les prestó alguna atención. Algunos, como el caso de Reynaldo Sietecase (ganador como columnista en TV), comprobaron que sus palabras se editaron de tal forma que la comprensión de su discurso se hizo dificultosa. Hubo un caso aun más grosero: Florencia Ibáñez, ganadora de la estatuilla a locutora de radio, vio cómo su apoyo a Víctor Hugo Morales fue directamente cercenado. Nadie, salvo los damnificados, se quejó. Es de suponer que Aptra, entonces, avala que haya premiados de primera y de segunda.
Si durante muchos años los Martín Fierro representaron la máxima expresión de la frivolidad de la sociedad argentina, en la noche del lunes la entrega se erigió además como un espacio político. “Me acuerdo de las épocas en que las ternas a labor periodística eran las más aburridas...”, señaló Juan José Campanella al momento de agradecer la estatuilla. Su comentario fue el diagnóstico de una noche en la que Jorge Lanata marcó el pulso, con un discurso político de sesgo opositor que se repitió en las tres veces que subió al escenario. No le faltaron ayudantes: Magdalena Ruiz Guiñazú y el staff completo de Telenoche acompañaron esa posición, que recibió más aplausos que abucheos en la platea. Ese discurso se instaló durante toda la noche, sin que hubiera matices ni contrastes. Causalidad o casualidad, la premiación estuvo planificada de tal manera que aquellos que podían expresar alguna otra posición lo hicieran en la ceremonia “de segunda” o, directamente, no fueran favorecidos por el voto de Aptra. No hay que pensar mal a cinco días de las PASO y del inminente fallo de la Corte Suprema sobre los artículos aún en suspenso de la ley de medios. Simplemente, mala suerte con 31 puntos de rating.
El secreto a voces que rodea a los Martín Fierro señala que es un premio “permeable” a presiones e intereses. Se podría agregar que también a las incongruencias. Su fama no es nueva: todos la conocen, pero pocos (casi nadie) lo dicen públicamente. La comunidad televisiva se contenta con mirar para otro lado, jugar a la distraída: en un medio tan volátil, los profesionales no saben dónde pueden estar mañana. Una de las máximas –tácitas– es que el canal emisor se queda con el Martín Fierro a mejor noticiero. Basta revisar los archivos para comprobarlo. Apenas dos veces en los últimos años eso no ocurrió: en 2010 y –casualidad– en 2013. Tal vez por eso se vio desconcertado al equipo de Telefe noticias, donde Cristina Pérez y el noticiero se quedaron sin nada. La suerte de la votación hizo que Aptra premiara a los periodísticos de El Trece (cuatro estatuillas) en la ceremonia transmitida por Telefe. No sólo eso: el pulso de la ceremonia lo marcó El Trece. Mala suerte, de nuevo.
Ninguna premiación deja contentos a todos. Todo premio es, en esencia, un reconocimiento subjetivo. No se trata de eso. El problema es que la repetición de los absurdos y de los extraños manejos de Aptra atentan contra la misma industria que avala el Martín Fierro, participando acríticamente de esa puesta en escena: programas y profesionales que han hecho amplios merecimientos para ser reconocidos, terminan siendo utilizados para otros fines. “Siento que quedamos como rehenes de una operación, escuchando algo que no apoyamos y sin poder responder”, se defendió Paola Barrientos, en una de las pocas voces que se escucharon ayer. Si hasta Mirtha Legrand, mimada hasta el hartazgo por Aptra, mostró su malestar al decir que la entrega se había transformado “en un acto político”. El concepto bien puede aplicarse a algo que va más allá de las solemnes bravatas del equipo de El Trece a la hora de recoger el premio: en el marco de fuertes cuestionamientos en el mundillo periodístico a un modus operandi reñido con las reglas éticas de la profesión, más cerca de la operación interesada y la lucha contra el gobierno nacional que de la información objetiva, la decisión de Aptra de premiar esos espacios es todo un gesto político.
La pregunta es si el show debe continuar o si llegó el momento de terminar con la farsa de un premio que parece venderse al mejor postor. Para terminar de una vez por todas con tanta ficción.
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