Un amor excesivo, una tragedia clásica
El encuentro entre las jóvenes Adèle y Emma da inicio a una historia de pasión de esas que ponen en juego razón, arrebato, cuerpo, hormonas, desencuentros y, a la larga, una infinita desolación. Y la actuación de Adèle Exarchopoulos es simplemente fabulosa.
Por Horacio Bernades
Ganadora de la Palma de Oro en la última edición de Cannes y del Premio Fipresci de la Crítica a la Mejor Película del 2013 (entre otros muchos galardones obtenidos de mayo para acá), firme candidata a la nominación al Oscar a Mejor Film Extranjero, La vida de Adèle logra lo que el cine (y la gente) ya no: construir una gran historia de amor. De esas que ponen en juego razón, arrebato, cuerpo, hormonas, desencuentros y, a la larga, una infinita desolación. Con un metraje de 179 minutos (absolutamente inusual para lo que nunca deja de ser un pequeño film intimista), está dividida en dos movimientos: el primero de ellos avanza hacia la plenitud, el desborde, la consustanciación con el otro hasta perderse a sí mismo; el segundo se corresponde, plano a plano, con un melodrama amoroso. En totalidad, el film del tunecino Abdellatif Kechiche (el de la magnífica Juegos de amor esquivo y la más formulaica Cous Cous) es una tragedia hecha y derecha. Una tragedia clásica, con una heroína ciega, incapaz de hacer corresponder deseo y destino.
Los amores excesivos siempre fueron una de las especialidades de la french cuisine. Si un cineasta se abocó a ellos con verdadera fijación, ése fue François Truffaut, quien en una ocasión (1975) trasladó al cine La historia de Adela H, de Victor Hugo. Si no fuera porque la actriz que protagoniza La vida de Adèle se llama Adèle Exarchopoulos, uno juraría que esta muchacha de secundario debe su nombre a aquella pariente lejana del siglo XIX. Como la Adjani en el film de Truffaut, Adèle se enamora de quien no debe. La diferencia es, en tal caso, que mientras el teniente de Húsares rechazaba tempranamente a H., aquí nada indica, al comienzo al menos, que el amor de Adèle no sea correspondido. Es verdad que asoman diferencias que se tornarán insalvables. Pero, ¿cómo saber que lo son antes de hacer la prueba?
Adèle se enamora de Emma (Léa Seydoux) en el instante mismo en que se cruzan por la calle. Adèle no es gay (Emma sí, desde el propio despertar sexual) e incluso acaba de levantarse, aun en su timidez, al compañerito que más le gusta. Pero desde que ve a Emma, es como si su vida entera fuera succionada por esta chica de cabello azul. Los héroes y heroínas trágicos no suelen registrar los datos que advierten del error de sus elecciones, y podría tomarse como tal el hecho de que ese día Emma vaya abrazada a una chica. Pero, ¿quién a quien alguien le guste mucho renuncia a él por el simple hecho de que esté en pareja?
Lo que sí está claro desde un primer momento es que, de modo clásico, Adèle ama y Emma, que tiene el look y los modales del Brando de los ’50, se deja amar. Siempre y cuando por “dejarse amar” se entienda hacerlo con ferocidad: el cronista no recuerda cuándo fue la última vez (si es que alguna vez hubo una) que vio en cine escenas de sexo tan intensas y desesperadas, tan creíbles y transpiradas, tan absolutas como las de La vida de Adèle. Tan necesarias: no hay otra forma de transmitir el fuego que consume a las dos muchachas, que tirar la cámara a él. Pero es verdad que es Adèle la que busca en boliches gay a la chica que la deslumbró, la que fuerza el primer beso, la que sufre cuando percibe los primeros síntomas de descomposición, la que se deshace por dentro, la que intenta recuperar un amor que ya no está.
La cámara la sigue todo el tiempo, con la misma obsesividad con que ella persigue a su objeto amoroso. La actuación de Adèle Exarchopoulos es simplemente fabulosa: véase cómo pasa del hermetismo al desborde emocional, de la pasividad a la fiereza (cuando las compañeras de colegio la “acusan” de tortillera), de la melancolía que la cerca a dejarse llevar por la sensualidad de un baile (gran escena), de la locura amorosa a la pasividad otra vez (la fiesta en el jardín, otra gran escena), o cómo hace coexistir máscara social y corazón partido, en la extraordinaria escena del baile africano. Cuando la implacable Emma la echa de casa, rompe desconsoladoramente en llanto, como una nena. “Antígona es una niña”, había remarcado la profesora de Literatura al comienzo de la película, cargado de referencias literarias. “Presten atención al carácter de predestinación que tiene el flechazo de la protagonista en Vida de Marianne, de Marivaux”, indica otro profesor. Más tarde vendrán, de la mano de Emma (¿Emma, como Bovary?), Sartre, el existencialismo y la idea del compromiso.
Esas referencias, que puntúan de modo demasiado evidente lo que va a venir, son lo más flojo de La vida de Adèle, que desde el propio título busca el parentesco con Marivaux. Pero la de Kechiche es una de esas obras que, de tan grandes, arrollan sus propias debilidades gracias al torrente narrativo, emocional y subtextual que desencadenan. Para poner sólo un par de ejemplos de la rica alusividad de esos subtextos, se aconseja prestar atención al tema de las diferencias de clase y formación (motivo clásico de toda tragedia amorosa) y la manera en que la pareja de Adèle y Emma va clonando, de modo inconsciente, los roles masculino y femenino, en su acepción más tradicional. Dos puntas a seguir, en medio de un archipiélago de sentidos en el que se recomienda, fervientemente, perderse.
10-LA VIDA DE ADÈLE
La vie d’Adèle,
Francia/Bélg./España, 2013.
Dirección: Abdellatif Kechiche.
Guión: A. Kechiche y Ghalia Lacroix, sobre novela gráfica de Julie Maroh.
Duración: 179 minutos.
Intérpretes: Adèle Exarchopoulos, Léa Seydoux, Aurélien Recoing, Catherine Salée, Mona Walravens.
PORQUE ESTE AMOR ES AZUL
Por Mariana Enriquez
Adèle va a la secundaria, es un poco tímida pero absolutamente directa y sincera. Le gusta comer, su familia es proletaria, estudia literatura francesa. Vive en Lille, una ciudad del norte de Francia. Está comenzando la vida. Y justo entonces se encuentra –casualmente, por la calle– con una chica de pelo azul, una chica que se viste de jean, estudia arte, y se parece a River Phoenix, seductora y canchera y lesbiana. Se llama Emma. Adèle y Emma se enamoran locamente, tienen sexo con abandono y ferocidad, se van a vivir juntas, pasan los años, la convivencia se desmorona. De eso se trata, superficialmente, La vie d’Adele, dirigida por el director francés nacido en Túnez Abdellatif Kechiche y protagonizada por dos chicas maravillosas, Adèle Exarchopoulos –diecinueve años cuando rodó la película, casi sin experiencia en cine– y Léa Seydoux, la actriz de Medianoche en París, de Woody Allen, y Bastardos sin gloria, de Tarantino. La vie d’Adèle es una historia de amor, de iniciación, de aprendizaje. Hay cientos de películas así. Pero La vie d’Adèle es diferente de todas y de eso se dio cuenta el jurado de Cannes cuando le dio la Palma de Oro y falló que el premio debía ser compartido entre las actrices y el director. En las tres horas que dura –y no le sobra un minuto– la cercanía con las chicas, y especialmente con Adèle, es vívida, emocionante, insoportable. A veces el cine es capaz de esto: toda la complejidad de la vida está ahí, entre estas dos chicas. El dolor irrepetible del primer amor perdido, la herida profunda del deseo, las conversaciones jóvenes sobre Sartre, las marchas pidiendo por educación pública y festejando el orgullo gay, las fiestas con baile de madrugada, los compañeros de colegio homofóbicos, los compañeros de colegio solidarios, los amigos que salvan la vida, los amigos snobs que nos hacen llorar, el primer trabajo, irse a vivir juntos, las comidas con los padres. Pero, sobre todo, el amor, en toda su necesidad y su alegría y su desdicha.
Nada de esto sería posible sin Adèle Exarchopoulos, una de las protagonistas. Esta película es tan suya que, finalmente, lleva su nombre: La vie d’Adèle está basada en una novela gráfica de Julie Maroh, Le bleu est une couleur chaude (El azul es un color cálido) y allí la adolescente se llama Clementine. Pero Kechiche, cuando rodaba, se dio cuenta de que su actriz se merecía el título. La filmó todo el tiempo, incluso cuando dormía, cuando comía, cuando no actuaba –es su método intrusivo, que les resulta molesto a los actores pero tiene resultados increíbles, como ya lo había demostrado en L’esquive (2003), su segunda película sobre un grupo de adolescentes de los suburbios de París–. Y en más de una ocasión, Adèle Exarchopoulos deja sin respiración: es tan hermosa con el pelo grasiento y el cigarrillo entre los dedos; tan sincera cuando está incómoda entre los amigos artistas de su novia pintora que la hacen sentir prole y ama de casa y apenas una musa; es tan sensual cuando baila con un hombre, despechada porque su novia se pasa el día discutiendo por teléfono con galeristas. Léa Seydoux, la chica del pelo azul, es el objeto de deseo aquí –y es una actriz inteligente, felina– pero el amor es para Adèle: el de los espectadores, que se van a quedar con la mandíbula por el piso ante su naturalidad, sus labios entreabiertos, sus lágrimas, su entrega –la manera en que sobrevive al desamor es heroica, desarmante–.
Cuando se estrenó y ganó Cannes, de lo que más se habló, sin embargo, fue de la escena de sexo. Se trata de la más larga en la historia del cine mainstream entre dos mujeres, dura diez minutos y se ve a estas criaturas celestiales mordiéndose, masturbándose, lamiéndose, desnudas, en un plano abierto que las deja aún más desnudas, bien iluminadas, coreografiadas pero también algo torpes, voraces y alegres. Hay otras escenas más pero ésa, la de diez minutos, causó todo el revuelo y los gritos de “innecesario”, aunque, la verdad, la escena es absolutamente necesaria para entender la fuerza arrasadora que enciende a estas chicas, que no es una fuerza excepcional, no es un amor torturado y demencial, es el amor tal cual se siente, el que deja sin dormir y con el pecho dolorido, un estado de locura y vulnerabilidad que es injusto e incomparable.
La vie d’ Adèle, además de ser un estudio de personajes, es un ensayo sobre la clase –algo que preocupa especialmente al cine de Kechiche–. En esto se separa de la novela gráfica, donde la separación de las chicas ocurre porque una de ellas, Emma, es una militante gay y Clementine-Adèle prefiere la vida hogareña. En La vie d’Adèle las cuestiones de género importan menos: lo que termina separando a las chicas es el origen social: una es proletaria, trabaja en la educación pública, es la Francia profunda; la otra es hija de la burguesía artística y ni piensa en el dinero. Y esa diferencia se vuelve un muro tan silencioso y tenaz que no puede ser derribado por el deseo.
Abdellatif Kechiche no permitió estilistas ni maquilladores en el set durante el rodaje, que duró más de cinco meses y fue cronológico; las actrices hoy se quejan de que las empujó demasiado, que las obligó a pegarse en las escenas de ruptura, que se sintieron incómodas en las de sexo, que no volverían a trabajar con él. Julie Maroh también expulsó vinagre y dijo que las escenas de sexo son “la fantasía de un hombre heterosexual”. Quizás esté molesta porque la película es mejor que su novela. Como sea, La vie d’Adèle se estrenó comercialmente en medio de todo este malhumor, y la semana que viene llega a Argentina y no hay nada en sus tres horas que delate los desplantes y enojos. El exigente Kechiche y sus actrices lograron un prodigio de película, un cine lleno de belleza, riesgo y pasión.
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