domingo, 23 de marzo de 2014

Los muchachos de antes no usaban arsénico, de José Martínez Suárez

Una película que fue una voz de alarma que nadie quiso escuchar

Este clásico del cine argentino, que representó al país en las precandidaturas a los premios Oscar de 1976, ostenta el triste privilegio de haber sido la primera película nacional estrenada en dictadura y a la vez significó una advertencia inesperada.

http://tiempo.infonews.com/2014/03/23/suplemento-cultura-121048-una-pelicula-que-fue-una-voz-de-alarma-que-nadie-quiso-escuchar.php























Un día entre los días terribles de 2002 conocí personalmente a José Martínez Suárez. Fue en el Archivo General de la Nación. Estoy seguro de haberle manifestado esa noche, además de mi admiración por su obra, la extrañeza que me producía la incomprensión de su película Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976) por parte de los críticos, los censores, la intervención militar en la industria y el (poco) público que la vio.

No sé cuánta gente le había hecho parecidos comentarios hasta entonces, pero no creo que haya sido mucha, dicho sea esto sin pretensión de originalidad ni avanzadilla de nada. Según se sabe, los méritos ostensibles del film se percibieron y le valieron  representar a nuestro país en la competencia de ese año al mejor en idioma extranjero de la Academia de Hollywood; sin embargo, fue el devenir histórico de nuestro país  --el tiempo, en suma– lo que puso de manifiesto los valores ocultos de esta auténtica obra maestra.

El refranero español afirma que "de aquellos polvos vienen estos lodos"; para que no haya margen de duda sobre esa verdad, diré que mientras hablábamos de la extraña suerte de una película en los albores de la dictadura cívico militar instaurada en 1976, afuera, a pocos metros, había compatriotas comiendo de la basura en las arcadas del bajo.

Los muchachos de antes no usaban arsénico, que contaba con un elenco de lujo, integrado por Mecha Ortiz,  Bárbara Mujica, Arturo García Buhr, el inolvidable Narciso Ibáñez Menta y el también director de cine Mario Soffici, ostenta el triste privilegio de haber sido la primera película nacional estrenada en dictadura, el 22 de abril de 1976

Comenzaba para nuestro cine una larga cuaresma jalonada por prohibiciones, censuras, autocensuras, persecuciones y exilios. Previsiblemente, las consecuencias fueron el desmantelamiento de una industria que había mostrado signos de recuperación durante los tres años anteriores. Porque no ha de olvidarse que  había una industria –pequeña, limitada– pero aún capaz de resistir la saturación hollywoodense, ya fuera apoyando a la producción nacional o mostrando  inclinación marcada por los cines europeos tradicionales y emergentes. 

Los veinte estrenos  de 1976 pueden considerarse los últimos arrestos de ese compromiso industrial y artístico argentino existente entre público, artistas, productores y exhibidores. Eran  una realidad preocupante para  las usinas de difusión de la ideología imperialista los 33 títulos de 1975 y los 39 de 1974 que fueron los mimados de la boletería en esos años. El asalto al poder que padecimos en 1976, con sus secuelas atroces de sufrimiento y muerte, tuvo también planes de exterminio cultural por medio de la asfixia de la producción cinematográfica, la destrucción (literal) del libro, la negación del teatro y el desaliento de la investigación científica. Cesantías, liquidación de subsidios, cierre de las escuelas de cine, negación de una dramaturgia nacional, fueron algunas de las medidas que condujeron al páramo en el que la Argentina vegetó durante los primeros años sin democracia.

El perverso sistema que arrasó el estado de bienestar impuso de modo irrecusable la muerte de las personas, pero también la de los bienes y las ideas que de algún modo reflejaran desarrollo e independencia. La muerte, siempre la muerte; imperando en las calles, los corazones y las conciencias.

Estoy hecho de cine (PROSA – Amerian Editores. Bs. As., 2013) es un libro de conversaciones de Mario Gallina que registra con escrúpulo y amenidad la importante trayectoria de José Martínez Suárez en el cine, los medios  audiovisuales, la función pública y la enseñanza; también constituye un autorretrato fiel del realizador. Leerlo, pues,  es imprescindible para acercase al hombre y al artista que las nuevas generaciones de cineastas argentinos veneran y llaman maestro.

Allí se lee, en la página 99, que el guión de Los muchachos de antes no usaban arsénico fue muy elaborado en cinco meses de ardua  y diaria labor. No se trató, como bien puede verse, de una improvisación. Cabe preguntarse entonces cómo era aquel país en el que Martínez Suárez y Gius maquinaban su historia. 

Jorge Abel Martín  (Cine argentino '76, Ed. Metrocop, Bs. As., 1977) anota que el rodaje se prolongó por espacio de dos meses, entre el 24 de febrero y el 25 de abril de 1975; consecuentemente, los guionistas debieron comenzar su trabajo a mediados de 1974, tal vez a fines de julio o comienzos de agosto, que fue cuando aprendimos a convivir con el horror.

El 1º de julio de 1974 muere el entonces presidente de la República Juan Domingo Perón, dejando un vacío de poder que ni los partidos, ni los hombres  ni el pueblo desmovilizado después de la masacre de Ezeiza fueron capaces de llenar. Negados a una respuesta política, las organizaciones armadas ERP y Montoneros se dejaron arrastrar a una dialéctica de violencia que sólo podía terminar en una escalada del terrorismo de estado y la parálisis colectiva. Las bandas terroristas de las Tres A, con la aquiescencia de las oscuras fuerzas que tramaban el golpe del 24 de marzo, perpetraron en ese período (julio-agosto) un atentado 
cada 19 horas, bajo la especie –como diría Borges– de secuestros, voladuras y asesinatos. ¿De qué iban a escribir estos hombres, sino de aquello que veían, vivían y padecían? La tortuosa historia del guión se detalla en el libro de Gallina, y me permite afirmar que  sobre el propósito deliberado de hacer una película de humor negro ("gris" llegó a decir José en algún avance periodístico, según creo recordar) obró de manera irresistible el clima sofocante de  la época, obligándolos a la formulación del azorado testimonio.

"Desde 1975, todo mi país se transfiguró en una sola muerte numerosa que al principio pareció intolerable y que luego fue aceptada con indiferencia y hasta olvido. Así lo perdimos."

Estas palabras, que podrían suscribir los libretistas, no les pertenecen. Integran el prólogo que en 1978 escribió en el exilio de Caracas Tomás Eloy Martínez, para su libro Lugar común la muerte.

El hecho de que Martínez Suárez y Gius hayan  disfrutado la escritura de Los muchachos de antes no usaban arsénico (Gallina, op. cit., pág. 80) no invalida el análisis precedente. El humor suele ser el único refugio ante las situaciones de angustia extrema. Lo supieron los internados en los campos de concentración nazis, en los que floreció la agudeza del Pueblo del Libro. "El humor no nos hará felices, pero nos compensa de no serlo", enseñaba aquel humorista judío extraordinario que fue Bernardo Ezequiel Koremblit. 

Por eso, tal vez, la satisfacción del trabajo bien hecho se nota en la película, que he vuelto a ver para escribir estas líneas. A sus nunca negadas virtudes de realización, fotografía, música e interpretación, debe agregarse el encomio del primor y ajuste técnico del guión, como andamiaje del mensaje profético del film. Estamos ante la obra de un auténtico autor, dicho esto en el sentido que daban al término los "cahiers".

Tal vez Martínez Suárez no se haya dado cuenta de la trascendencia de lo que estaba haciendo, como no se dieron cuenta sus contemporáneos. 
 
Jorge Abel Martín, por ejemplo, juzga en su citada recopilación: "Al tener apoyatura sólo en los elementos externos y no bucear en las interesantes personalidades de sus criaturas, únicamente resultó a la postre rescatable el buen manejo narrativo de Martínez Suárez y el excelente y armonioso trabajo interpretativo de Mario Soffici, Mecha Ortiz, Arturo García Buhr, Narciso Ibáñez Menta y Bárbara Mujica." (op. cit., pág. 13).  

Martín era un hombre que sabía de cine y sabía ver cine. Si no entendió, fue por las mismas razones que el público no lo hizo. La película anunciaba de manera velada y, desde luego, involuntaria, que lo que habíamos vivido con las Tres A era poco, que faltaba algo aún peor. El lanzamiento al río de hombres y mujeres vivos, la mención del pentotal sódico (que los genocidas de la ESMA rebautizarían "pentonaval" para esos lanzamientos), la explicación de las muertes con el eufemismo "se esfumó" y el apoderamiento de los bienes de las víctimas son algunos de los estremecedores apuntes del film. Y todo dicho con suavidad, elegancia y la suprema astucia de coronar cada chiste macabro con una cita bíblica, para conjurar con sus propias armas al censor.

Hace mucho tiempo José Agustín Mahieu, uno de los grandes críticos argentinos y, como Tomás Eloy, un hombre de cine y un perseguido, fue capaz de definir la función del artista como catalizador de las tensiones sociales: "El artista suele ser anticipador. Su sensibilidad capta las crisis cuando aún no están manifiestamente definidas, a la vez que suelen chocar con él, conflictualmente los contenidos pasados." (Breve historia del cine argentino, Eudeba, Bs. AS., 1966, pág. 48). Siempre me impresionó la justeza de este juicio, por lo que no es la primera vez que lo cito y presumo que no será la última.

Los muchachos de antes no usaban arsénico no fue comprendida cabalmente porque no podía serlo. Cuando Narciso Ibáñez Menta dice con frialdad que matar comadrejas es lo que da derecho a tener gallinas, la película estalla en toda su formidable potencia alegórica, despojando a los  dictadores de 1976 de toda la palabrería fuera de sus motivaciones patrioteras. Porque mataron para  hacerse un derecho a tener, es decir, para robar: dejando en claro que el crimen no siempre es una cuestión de moral, sino de interés.

Los muchachos de antes no usaban arsénico ha de ser la mejor película de José Martínez Suárez y una de las más grandes de nuestro cine. Bella, inteligente y  siniestra, no fue entendida sencillamente porque los argentinos no vieron en ella lo que no quisieron ver, o lo que sencillamente  era insoportable de ver. 
 
 
Apuntes de un socio irremplazable: augusto giustozzi

El co-guionista de Los muchachos de antes no usaban arsénico, fue Augusto Giustozzi (Buenos Aires, 1927-2001), conocido profesionalmente como Gius. 

Celebrado autor de cine, teatro y televisión, obtuvo por su trabajo el Premio Martín Fierro  en 1962; el premio Argentores correspondiente a los años 1968, 1975, 1976, 1986, 1990, y también el Argentores de honor en 1993.

A su nombre están unidos los más grandes éxitos de la pantalla chica argentina, tales como Casino Philips, El circo de Marrone, El teatro de Darío Vittori, El mundo del espectáculo, Grande, Pa y Amigos son los amigos, entre tantísimos otros,  todos ellos grandes éxitos de la televisión argentina. 

Pero, para muchos –entre quienes me incluyo-  será siempre el creador de Yo soy porteño, un programa inolvidable por su autenticidd y elenco excepcional.

José Martínez Suárez  lo convocó para colaborar en el guión de Los chantas (1974) y Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976). Habían comenzado a trabajar juntos en 1974 en La Mary, de Daniel Tinayre.
Fueron amigos entrañables.
 
 
Los Tres hermanos
José Martínez Suárez pertenece a una familia que se convirtió en una de las más importantes del cine y la televisión en la Argentina. En la foto se lo puede ver al pequeño José, el mayor de los hermanos de la familia Martínez Suárez, posando con sus hermanas mellizas Goldi y Chiquita. Con el tiempo ellas se convertirían en las famosas Silvia y Mirtha Legrand.

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