YO PISARÉ LAS CALLES NUEVAMENTE
DOCUMENTALES Se estrena El vals de los inútiles, primera película del director chileno Edison Cajas que se inserta en un contexto de renacimiento del cine político trasandino a cargo de directores jóvenes. El documental, que dialoga entre lo público y lo privado, hace eje en historias personales dentro de las multitudinarias manifestaciones estudiantiles en la lucha por la educación pública, que pusieron a Chile en el ojo del mundo hace un par de años, y es un registro único de la ciudadanía manifestándose, masiva y públicamente por primera vez desde el regreso de la democracia.
Por Andrea Guzmán
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-10342-2015-01-28.html
En la vida nada es gratis. Una declaración poco conciliadora, pero bastante elocuente y esclarecedora ideológicamente, que podría resumir las tensiones y el clima político que empezó a experimentar Chile a partir de 2011. La autoría corresponde al ex presidente Sebastián Piñera, en pleno auge de las movilizaciones ciudadanas por las demandas respecto de la educación pública que comenzaron a cristalizar un debate hasta ese momento bastante inédito en la agenda del país trasandino. “En la vida nada es gratis”, dice Piñera en las noticias de la mañana, mirando a cámara del otro lado de la televisión. Esta escena, tal como se la vio desde una casa cualquiera hace tres años en pleno auge de la discusión, es una de las que inauguran El vals de los inútiles, la película en coproducción con la Argentina sobre la experiencia de las manifestaciones sociales en Chile que tendrá estreno la próxima semana en Buenos Aires. A pesar de que parecen ser films más proyectados y desmenuzados puertas afuera, Chile posee una prolífica tradición en la producción de documentales. El vals de los inútiles es el primer largometraje del director chileno Edison Cajas y se estrena en un contexto de regeneración en la realización de películas con contenido político a cargo de directores jóvenes, y a la luz de los movimientos y demandas sociales que ha experimentado el país los últimos años. La película apuesta por un registro que dialoga entre lo público y lo privado, enunciando ciertas temáticas generacionales y exponiendo un clima de transformación política que atraviesa el país, con eje en historias personales dentro de las multitudinarias manifestaciones estudiantiles en la lucha por la educación pública que pusieron a Chile en el ojo del mundo hace un par de años.
Se calcula que son 1800 millones de dólares los necesarios para costear la educación pública de Chile durante un año. Y son también 1800 las horas seguidas que cientos de estudiantes y padres estuvieron trotando por relevos alrededor del Palacio de La Moneda en lo que llamaron “Maratón por la educación”, una de las formas de protesta ciudadana más rememorada y significativa de ese momento. Una imagen elocuente que sirvió como evento y punto de partida del documental, antes que nada desde el asombro y como necesario registro de este acontecimiento único desde el regreso a la democracia: el de la ciudadanía manifestándose masiva y públicamente por primera vez en veinte años. “Salimos a filmar esto que estaba pasando sin saber mucho para dónde iba, con la idea de tener registros, de compartirlo en un blog o incluso simplemente en YouTube, pero con la idea de que existiera. Nos parecía significativo esto de la maratón por la educación, y haciendo entrevistas ahí me encontré con los dos personajes que se transformarían en la película. Me di cuenta de que finalmente ése era el tema: cómo dos generaciones se cruzaban. Evidenciar en la película que esas generaciones en realidad siempre estuvieron unidas en un sistema que los había invisibilizado”, aclara Cajas desde su oficina en Santiago de Chile, antes del estreno de su largometraje en Buenos Aires. A través de este acto maratónico como estandarte de la unión generacional y como único link entre ambos personajes, la película construye un relato que excede la épica de las manifestaciones públicas y le concede un lugar a la cotidianidad más silenciosa e íntima de dos personajes que parecen ser actores secundarios y que, sin embargo, cristalizan temas públicos y generacionales. Darío, un callado adolescente que acaba de perder el año por las tomas en el liceo al que asiste, el más emblemático de Chile. Y Miguel Angel, un sereno profesor de tenis con un pasado de violencia como preso en dictadura.
“Creo que para que esta situación explotara fue determinante el hecho de que estuviese en el mando un gobierno de derecha, por primera vez después de la dictadura. Y por otro lado, o por esto mismo, que ya comenzaba a visibilizarse entre ese bálsamo de las tarjetas de crédito y los shoppings y el Santiago bonito, el tema del endeudamiento, del cobro excesivo, la idea de que un chico quedaba endeudado por veinte años si decidía ir a la universidad. Esa gente agarró una especie de valor, de salir a la calle como no lo hacían desde hace años”, dice el director. La tensión sostenida que mantuvieron los estudiantes durante el gobierno de Sebastián Piñera, pero que también alcanzaba a la seguidilla de gobiernos de izquierda que no incluyeron en su agenda la fiscalización del lucro descontrolado y la progresiva pérdida de calidad en la educación, pedía reevaluar un sistema educativo diseñado en plena dictadura militar y permitió desenmascarar una serie de irregularidades que tuvieron a empresarios y políticos dando explicaciones. No sólo se puso en la palestra el tema de la sectorización impenetrable, y la forma en que el sistema sólo da acceso a quienes puedan pagar por él, sino los resquicios y la nula fiscalización que han permitido que el lucro empresarial opere prácticamente de forma legal, la educación a merced del mercado y los estudiantes en total desprotección: muchos de ellos se endeudan por años, o son becados por el Estado, en pos de títulos que no los habilitan en universidades fraudulentas. La indignación de la generación que sale a marchar se ha posicionado como un malestar social generalizado, es la generación que en muchos casos resulta primera de sus familias en lograr asistir a la universidad; la proliferación de universidades privadas sin garantía de calidad, la facilidad en los créditos y endeudamiento, y la idea de estudiantes como consumidores, han ocasionado una grieta profunda. “Empezamos a observar cómo los padres de los estudiantes y otros sectores de la sociedad se sumaban a estos pedidos, porque la protesta era muy válida. Y estos líderes naturales, Camila Vallejo o Giorgio Jackson, lograban que la gente quisiera salir a la calle. Los movilizaban”, explica el director.
La ópera prima de Cajas opta por alejarse estéticamente del registro más clásico del documental y también del noticiario televisivo. Es evasivo con las entrevistas y las voces explicativas o en primera persona, por lo que materialmente el conflicto social forma parte siempre de un background que acompaña todas las acciones, pero se devela en dosis mesuradas, con algunos archivos de audios noticiosos y registros cercanos desde dentro de las protestas. “La primera decisión era salirse del esquema del reportaje. Cada noche, durante el tiempo que duró la protesta, la televisión era una repetición constante del mismo tipo de imágenes. Queríamos retratar en la película este ambiente y este clima de una forma poética: 200 mil personas marchando cada semana eran también historias chiquitas y particulares, retratos de esta generación”, dice Cajas. Por eso lo que verdaderamente importa en este relato son Darío y Miguel Angel, que no son políticos, ni líderes estudiantiles, ni piezas clave dentro del conflicto, y que como único punto en común tienen su ímpetu por manifestarse en la maratón. Cada uno en su rutina taciturna y cotidiana. Uno, decidiendo apenas por su futuro y en un contexto donde tímidamente se ve obligado a familiarizarse con los procesos políticos de su país: por primera vez en años, su colegio se pronuncia por una causa pública y permanece tomado siete meses. El otro, rememorando eventos violentos y dolorosos de su pasado a través del optimismo renovado de una nueva generación. “Somos la generación de los libres”, se enuncia en uno de los audios que elige incluir el director. Se trata de un relato contemplativo y amoroso con los personajes, con una propuesta estética más cercana al control de los factores de la ficción que a la incertidumbre del documental. De pequeñas acciones acumulativas en que los conocemos desde su cotidianidad. Una breve conversación telefónica familiar, una tarde en la pileta, el primer día de la toma en la escuela, una charla entre padre e hija. Una idea globalizante acerca de la forma en que los procesos sociales y políticos del país afectan y moldean en lo privado las vidas de estas personas, y cómo es que ambas generaciones están atravesadas por un mismo tipo de violencia, física y simbólica, no sólo en los horrores de la dictadura como evento pasado sino en su fantasma dentro de las políticas neoliberales, la violencia institucional y la edificación de la idea del miedo como transgeneracional.
“Porque esos juegos al final / terminaron para otros con laureles y futuros / y dejaron a mis amigos pateando piedras.” “El baile de los que sobran”, el tema del grupo Los Prisioneros con el que culmina el documental y al cual debe una suerte de remix de su título, fue una de las canciones emblema del Chile en dictadura y, en la crudeza de su relato sobre la experiencia de la educación sectorizada y la marginalidad, marcó a la generación de jóvenes de los ’80. La música del grupo liderado por Jorge González, una banda que hizo de la elocuencia de la canción de protesta un fenómeno pop bailable, con letras de melancolía demoledora que abordaban el desencanto y la opresión política desde la cotidianidad de historias íntimas, es aun hoy una de las más escuchadas por los adolescentes, a pesar de que el grupo ya no existe desde hace años. Si bien esta elección en la película puede resultar un poco sobrecargada o redundante en remarcar el discurso para un público chileno que la reconoce como himno, es bueno cavilar sobre la aterradora actualidad que la canción continúa teniendo y por la cual se convirtió nuevamente en himno característico de las manifestaciones estudiantiles de los dos mil. El título del documental, pervertido y actualizado por otra de las frases célebres de ese momento –la de un político de derecha que declaró: “Los que salen a marchar son una manga de inútiles subversivos”–, evidencia de entrada algo de este ímpetu por acoplar a generaciones que están unidas por un pasado quebrado, pero que se encuentran en una especie de regenerado optimismo.
“No hay nada que celebrar.” Ese fue el mensaje que finalmente izaron en una bandera los estudiantes cuando lograron cumplir las 1800 horas trotando alrededor de La Moneda. Al final, Miguel Angel sigue jugando al tenis. Las clases se restablecen en la escuela de Darío. Y cómo contar la historia del héroe sabiendo que va a perder, las demandas de los estudiantes siguen vigentes, aunque el tema ya está instalado. “Yo siento que eso es. Los que estábamos haciendo la película, los estudiantes, los que corrían, la gente en la calle, todos sabíamos que no iban a ganar, que iban a ganar los que ya estaban en el poder. Pero había que retratar de alguna forma lo otro, lo que sí estaba pasando. Y ahora se está discutiendo en el Congreso por primera vez, se está legislando. Se está hablando. Es rescatable. Más allá de los logros prácticos, lo que creo que cambió en Chile fue nuestra forma tan silenciosa de vivir: ahora salimos a la calle. Esto en Chile no existía y empezó a pasar. Yo creo que de alguna forma igual ganamos.”
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