'Gabriel Veyre, autorretrato en Casablanca en 1908'. Placa autocroma Lumière. / © COLLECTION JACQUIER-VEYRE
Fueron los primeros cineastas, aunque no fueran conscientes de la importancia de un gesto que debieron de considerar anodino, ni tampoco de su estatus de auténticos pioneros de la imagen en movimiento. Fueron cerca de un centenar. Se llamaban Pierre Chapuis, Gabriel Veyre, Eugène Promio, Francis Doublier, Félix Mesguich o Constant Girel. En la mayoría de casos, sus nombres no han pasado a la historia, pese a que lograran desviarla del camino previsto. La exposición Lumière. El cine inventado, que se inaugura mañana viernes en el Grand Palais de París coincidiendo con el 120º aniversario de la invención del cinematógrafo, les rinde un sentido homenaje para hacer justicia respecto a su rol precursor.
La cámara de los Lumière fue curiosa y generosa. Las imágenes de Japón se proyectaban en Nueva York; las de Nueva York, en Madrid; las de Madrid, en México. Es un gesto definitorio de lo que será el cine: un acto universal”
Thierry Frémaux
En las más de 1.400 producidas por los hermanos Lumière, y proyectadas ahora en los distintos rincones de la exposición, esos primeros operadores filmaron el metro de Nueva York, pero también los rituales de las tribus africanas. Capturaron las góndolas de la laguna veneciana y las cataratas del Niágara, pero también a un grupo de militares españoles bailando la jota. “Además de inventar el cinematógrafo como aparato de proyección y de concebir la sala de cine como el escenario de un acto social, los Lumière tuvieron este tercer gesto fundamental: enviar a esos operadores a la aventura, alrededor del mundo, para descubrirlo y reflejarlo”, sostiene el comisario de la exposición, Thierry Frémaux, responsable del Instituto Lumière y director artístico del Festival de Cannes. “La cámara de los Lumière fue curiosa y generosa. Las imágenes de Japón se proyectaban en Nueva York; las de Nueva York, en Madrid; las de Madrid, en México. Es un gesto definitorio de lo que será el cine: un acto universal”.
A partir de enero de 1896, semanas después de la primera proyección pública en París, Louis Lumière decidió contratar y formar a un centenar de jóvenes para sostener su sistema de producción y explotación, que pretendía convertir en monopolio mundial. A cambio de un porcentaje sobre los beneficios, cada concesionario del cinematógrafo obtenía la exclusiva sobre las proyecciones en su ciudad o incluso en su país. En contrapartida, recibía en préstamo el equipo técnico necesario, además del apoyo humano de este personal formado en la fábrica familiar de Lyon. Solo había un problema en este sofisticado engranaje: los Lumière no podían utilizar indefinidamente las mismas películas. Entendieron que necesitaban rodar material nuevo para abastecer a las salas que florecían en todos los rincones del mundo y obligar al público a volver a pagar su entrada. En eso consistió la misión de estos operadores novatos, que terminaron recorriendo una treintena de países: rodar, revelar y proyectar nuevas películas, que luego circularon libremente por los cines de otras ciudades. “Ofrecieron el mundo al mundo”, sostiene el director Bertrand Tavernier, presidente del Instituto Lumière. “Imaginen lo que debió de ser para los habitantes de Shanghái, en pleno 1896, descubrir bruscamente los monumentos de París o de Londres: una estupefacción total”.
Los camarógrafos pasaban un examen y seguían una formación, apoyándose en los consejos de Louis Lumière, que les recomendaba filmar en exteriores para aprovechar al máximo la luz natural, pero también que embelesaran a las autoridades locales asistiendo a desfiles y ceremonias, o bien prestándose a retratarles con este nuevo invento. Hasta 1903, cuando el sueño del monopolio de los Lumière ya se había desvanecido hacía tiempo, el sistema tuvo un impacto muy considerable. Estos camarógrafos se veían “sorprendidos por el éxito cosechado, pero también por las emociones turbias que a veces suscitaban”, según el historiador del cine Jacques Rittaud-Hutinet, autor de un volumen sobre el peculiar destino de estos primeros cineastas.
No es exagerado llamarlos así. Al principio, el invento de los Lumière solo posibilitaba rodar 17 metros de película, lo que equivalía a unos 40 segundos de metraje. La estrechez del formato les obligaba a escoger, de manera muy precisa, qué querían filmar y de qué manera. En esa elección nada respondía al más puro azar: ya había una puesta en escena, un ángulo y un movimiento de cámara; atendían a la profundidad de cámara e improvisaban maniobras precursoras del travelling. El estilo naturalista –que no documental– de esas primeras películas se convirtió en una especie de mito fundador para los cineastas sucesores. Frémaux cita el Neorrealismo italiano de los cincuenta o el cine de Abbas Kiarostami como intentos de “reencontrar la inocencia de ese primer gesto”. El director de fotografía Pierre-William Glenn, quien colaboró con Truffaut, Rivette y Costa-Gavras, le encuentra otro parecido. “La Nouvelle Vague fue, en cierta manera, un retorno a esa forma original de filmar. Ese movimiento fue, de entrada, una revolución conducida por los operadores de cámara. Al surgir aparatos más ligeros, algunos grandes técnicos creyeron que sería excitante rodar cámara al hombro, en decorados naturales y con sonido directo”, afirmó a la revista Télérama.
Glenn tiene entre manos un proyecto que contaría la historia de quien tal vez fuera el más talentoso de esos camarógrafos anónimos. Respondía al nombre de Gabriel Veyre y filmó lugares como México, Cuba, Venezuela, Indochina, Japón y Australia, antes de convertirse en fotógrafo oficial del Sultán de Marruecos durante los primeros años del siglo pasado. En una carta recogida en la exposición del Grand Palais, escribió a su madre: “Tengo bastante trabajo desde hace diez días, a causa de la sesión organizada por el ministro. Los príncipes y las damas de la corte asistieron a esta proyección, que fue muy aplaudida. Es casi seguro que me llamará el Emperador para rodar una sesión en su casa”. La firmó desde Tokio, en diciembre de 1898. Entre sus líneas se lee la fascinación de un joven provinciano descubriendo civilizaciones exóticas.
Mientras Veyre escribía esa misiva, Alexandre Promio, antiguo cantante con aspecto de dandy y afición por el lujo, rodaba en lugares como Italia, Suiza, Turquía, Suecia y Estados Unidos. Constant Girel, joven farmacéutico, filmó hasta 18 películas en Japón. Félicien Trency caminó con su cinematógrafo por las calles de Londres, mientras Henri Gabillet recorría el Imperio Austrohúngaro y Francis Doublier se familiarizaba con los grandes paisajes del territorio chino. Entre todos, configuraron una panorámica completa del planeta mucho antes de la llegada de la globalización. “Su idea era que existían en el mundo personas que no se nos parecía, pero que no por eso dejaban de ser nuestros semejantes. El cinematógrafo transmitió esa idea y lo sigue haciendo hoy”, concluye Frémaux. “Es deseable que no deje de hacerlo jamás”.
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