Una Victoria Ocampo judía y plebeya
Mítica conductora, su vida en el mundo del espectáculo incluyó amistades de la talla de Joan Crawford y episodios en Nueva York. La influencia del magnate W. R. Hearst. Y los paralelos con la directora de la revista Sur.
Fragmento de
Blackie, la dama que hacía hablar al país
de Hinde Pomeraniec (Capital Intelectual)
Desde joven Paloma transitó también por el periodismo gráfico. Su género preferido era la entrevista, a la que entendía como un texto atravesado por detalles de color y en donde las reflexiones del autor ocupaban un lugar de relevancia.
Sus primeras notas para El Hogar fueron sin embargo apuntes de viaje, cotorreos finos de alguien que tuvo la posibilidad de conocer mundo y personajes fuera del alcance de la mayoría de los lectores. Con el tiempo, iría creando un personaje: la gran entrevistadora a quien las luminarias abrían su corazón y confiaban sus secretos más íntimos.
Paloma era dueña de un archivo fotográfico magnífico en el que su sonrisa se asociaba con la de las celebridades de su tiempo, desde Louis Armstrong hasta Ella Fitzgerald, pasando por Golda Meir y Eleanor Roosevelt, hasta Salvador Dalí (ya mayor, había hecho decorar tres paredes de su escritorio desde el piso hasta el techo con fotos de esta clase. Si se tomara este archivo por testimonio, no habría dudas de que Blackie integraba el grupo de los grandes. Ahora bien, muchos de estos personajes pasaron por la Argentina y con muchos otros ella se cruzó –hay testigos– durante la gran cantidad de viajes que hizo. ¿Pero qué pasa con todos aquellos a quienes aseguró haber entrevistado pero de los que no queda más testimonio que su palabra?
Naturalmente, puede haber ocurrido que Paloma se encontrara con alguno de esos personajes y que no hubiera fotógrafo cerca para dar fe de ese encuentro. Sin embargo, algunas condiciones en los textos, leitmotivs reiterados y cierto esquematismo hacen pensar en la posibilidad de un fraude literario. Y digo “fraude literario” porque de haber sido así, de no haber realizado nunca esos reportajes, la figura de Paloma perdería credibilidad en el terreno de la verdad, pero lo ganaría en el de la ficción.
La visión esquemática, una misma matriz que apenas cambia de escenario, se aprecia incluso en el modo de representar las ciudades. Si el Central Park es el emblema elegido para Nueva York, el Coliseo sería Roma y la Torre Eiffel, París. Blackie pone en acción el cliché de las ciudades del mismo modo que trabaja los arquetipos humanos. Las vedettes son pobres chicas explotadas, los humoristas son en el fondo personas muy tristes y los grandes artistas aclamados por el público están, en realidad, muy solos.
Casi siempre conoce a los personajes en grandes fiestas y estos se convierten inmediatamente en sus amigos. Es el caso de Joan Crawford, una de las bellas malas de Hollywood, por entonces dueña de Pepsi Cola. En el texto, Paloma comparte con ella un almuerzo un par de años después de haberse visto por primera y única vez en un festejo privado de algún multimillonario neoyorquino:
“En una gran fiesta la conocí. Estaba esplendorosa. Un traje de gasa de complicado corte enmarcaba su regia figura; su cabeza sabiamente peinada coronaba con un estupendo peinado su rostro. Su marido, dueño de un establecimiento de bebidas gaseosas mundialmente famoso, lucía al lado de ella pleno de orgullo y poder. A la madrugada quedamos unos pocos y por suerte yo al lado de ella en una mesa con un desayuno en el jardín. De pronto advertí que la máscara de poder se resquebrajaba levemente, un gran cansancio veló sus ojos y por vez primera, en la luz del día que comenzaba a insinuarse, la reina fue una mujer”.
Este fragmento es un ejemplo clásico de sus escritos. El gran o la gran artista que deja caer la máscara en el preciso instante en el que Paloma está allí, para verlo y contarlo. El tono de su relato reproduce la oralidad, contaminada por cierta lengua poética elemental, de estereotipo de maestra primaria. Utiliza mucho los puntos suspensivos, un recurso también modesto para crear clima. La secuencia es perfecta. Ella está ahí, observando y escuchando todo. Para el lector de la época, es la mediación deseada: alguien que logra penetrar en la intimidad de los ídolos. ¿Quién podía preguntarse entonces si esta escena había sucedido o si se trataba de una invención? Tal vez Blackie conoció a Crawford, efectivamente, en una fiesta. Tal vez intercambiaron algunas palabras. Sin embargo, el resto bien pudo haber sido pura invención de una mente inquieta y seducida por la fiebre del espectáculo. No tiene importancia. El efecto Blackie está dado por lo que narra y no por el registro de verdad de los hechos.
Cuenta Paloma en ese mismo artículo que años más tarde ella y Crawford se juntaron a almorzar en el Colony, Madison y la calle 61, un clásico neoyorkino de la década del 20 que supo tener el mejor alcohol de la ciudad durante la Ley Seca y que fue por décadas uno de los sitios preferidos por Charles Chaplin, Gloria Swanson, Cole Porter, el matrimonio de Franklin D. Roosevelt y su esposa Eleanor y, más cerca en el tiempo, Frank Sinatra, Jackie Kennedy con su segundo esposo Aristóteles Onassis y el mayor talento literario del chisme, Truman Capote, que se reunía a la hora del lunch con sus “fuentes” favoritas en una mesa frente a la puerta vaivén de la cocina del restaurante.
Una vez más, en el momento del almuerzo ocurre un hecho clave y tiene que ver con la casual aparición de un ex marido de Crawford, Franchot Tone, un niño bien convertido por poco tiempo en actor y a quien la reina de las cejas gruesas abandonó para seguir su vida, llevándose su corazón. Lo que sigue parece una postal inspirada por aquel fresco deslumbrante de la Nueva York de las primeras décadas del siglo XX que es Manhattan Transfer, la célebre novela de John Dos Passos:
“Su marido había muerto y ella era la presidenta de la compañía de bebidas. Poderosísima, fuerte, triunfadora… y sola. Sus hijos adoptados la iban abandonando, filmaba de tanto en tanto, sus peleas con ese monstruo llamado Bette Davis eran leyenda… Estábamos almorzando en el Colony de Nueva York. Todo era brillante, todo era perfecto y de pronto entró Tone, pálido, tremendamente envejecido, pero siempre distinguido. Se acercó a nuestra mesa. La saludó con gran elegancia y con una sonrisa triste, muy triste y muy irónica, se despidió. Yo observé a la Reina y por segunda vez su rostro, estucado a la perfección, cobró una luz totalmente humana… estaba triste”.
El modelo de sus textos y el de su propio personaje es un extraño cruce entre Janet Flanner, aquella cronista norteamericana de los años de entre guerras en París (quien durante más de treinta años escribió desde Francia para The New Yorker)8, y Louella O. Parsons, la decana de la “chismografía” de los Estados Unidos de la época gloriosa de Hollywood.9 Claro que sin la maledicencia de esta última ni el aventurado talento de la primera, que en una misma columna era tan capaz de dedicarle espacio al último desfile de Coco Chanel como de introducirse en los escarceos bélicos del incipiente nazismo, incluso desde las trincheras.
El nacimiento del estrellato de Parsons en el periodismo había llegado de la mano de una muerte: la de Thomas H. Ince, pionero director y productor de westerns. Esta muerte fue calificada de natural y ocurrió durante una fiesta para quince personas en el Oneida, un barco propiedad de William Randolph Hearst, el dios de la prensa. Entre los invitados estaba Louella, por entonces una periodista de Nueva York especializada en cine que jamás había viajado a Hollywood. La excusa para el festejo era el cumpleaños del propio Ince, aunque el verdadero motivo era una trama perversa montada por Hearst para verificar un supuesto romance entre su amante, Marion Davis, y Charles Chaplin.
En la cadena de diarios y revistas de Hearst, el suceso fue catalogado como una ingestión aguda y, en un principio, se informó que el deceso de Ince se había producido en el Rancho de Hearst. Sin embargo, varios testigos habían visto a Ince abordar el barco, a lo que se sumó el hecho de que Kono, el secretario de Chaplin, había notado un agujero de bala en la cabeza del muerto. Se cree que el balazo estaba en realidad dirigido a Chaplin y que, debido al estado de embriaguez del atacante, terminó alojado en el cerebro del productor cumpleañero.
Los trámites judiciales no terminaron de aclarar el hecho; la mayoría de los testigos le debía más de un favor a Hearst y a ninguno se le habría ocurrido declarar en su contra. Pero si alguien sacó un verdadero rédito del asunto fue Louella. Poco tiempo después de la accidentada y mortal “indigestión” de Ince, Hearst premiaba a Parsons con un contrato de por vida que ampliaba notablemente su radio de circulación. A partir de ese episodio, los desconfiados comenzaron a llamarla Louella “Oneida” Parsons, y desde entonces, la rechoncha Lolly cambió el periodismo por una labor detectivesca de poca monta y mucha saña. Se dedicó desde sus columnas a una cacería indiscriminada que culminaba generalmente con cadáveres artísticos como el de Frances Farmer y la mexicana Lupe Vélez. Una destrucción sistemática de actores y actrices, avalada por el imperio periodístico Hearst que, además, generó escuela: Hedda Hopper fue una de las seguidoras y puso todo su empeño en destruir la imagen pública de, entre otros, Charles Chaplin.
El caso de Janet Flanner es diferente. Con el pseudónimo “Genet”, Flanner se hizo cargo de la columna “Carta de París”, en la revista The New Yorker, desde 1925 hasta 1939. Si bien su columna fue sufriendo transformaciones a lo largo de lo años, un detalle interesante –y, tal vez, lo que más la acerca a Paloma– es que nunca perdió su perspectiva nacional. Una de las virtudes de sus crónicas, trabajadas en registro epistolar, era que los lectores podían familiarizarse con lo desconocido a través de referencias que la periodista hacía de aquello que ellos sí conocían. Flanner utilizaba la técnica del contrapunto, y de este modo, siempre algún comentario sobre Nueva York se deslizaba en los retratos parisinos.
La conformación de una audiencia también pareció ser uno de los sueños más preciados de Paloma. “La gente quiere ver a la gente”, fue su eslogan a su llegada a la televisión. El espíritu pedagógico de su padre la acompañaría para siempre. Sin embargo, pese a su ambicioso proyecto, la escritura de sus textos es como mínimo convencional, aunque no el material de sus relatos. Y si en sus artículos es imposible hallar más que elogios o a lo sumo compasión por los personajes de los que habla, es producto de una admiración acrítica, algo que la diferencia también de Parsons, para quien el mayor triunfo radicaba en hacer públicas la tormentosa intimidad de las estrellas y las desprolijidades y miserias del star system del que, por supuesto, ella misma formaba parte.
Para Paloma, en cambio, la admiración era un modo de establecer contacto con la gente, tal vez el tipo de relación absoluta que buscó toda su vida:
–¿En qué encuentra usted más regocijo espiritual, en admirar o ser admirada?
–En admirar, ¡Y cuánto me gusta admirar!
Su tarea de difusión tocaba el límite con lo mesiánico. Desde un principio encaró el trabajo de hacer llegar las infinitas posibilidades del arte a aquellos que menos acceso tenían a la alta cultura y los viajes.
La función pedagógica de su trabajo era herencia paterna. Los contenidos, legado de su madre. El paralelo con Victoria Ocampo surge de inmediato, incluso hay un cierto parecido físico entre ambas a partir de la década del 50. Analizando sus obras, puede decirse también que una y otra encarnaron la tarea de importadoras culturales y difusoras de los bienes importados. Las dos fueron grandes lectoras y se dedicaron a traducir cultura.
En uno de sus artículos sobre literatura argentina, Beatriz Sarlo escribió sobre Victoria que “si hubiera que definirla con una actividad, diría traductora, en todos los sentidos de la palabra”. En otro texto sobre V.O., Sarlo caracteriza y describe a la “insolente” aristócrata fundadora de la revista y editorial Sur como una “expedicionaria”. Y lo explica con una claridad asombrosa, con conceptos que perfectamente podrían reproducirse para hablar de Paloma. Dice Sarlo:
“Victoria Ocampo fue una turista que se comportó como una expedicionaria. Del turista rico tenía la disponibilidad material, el tiempo para distraerse con los detalles, los embelesamientos, los entusiasmos súbitos, la capacidad infinita de asombro proclive a la adoración. Su cosmopolitismo tiene siempre algo de provinciano, justamente por el énfasis. Aunque se mueve con naturalidad completa en Europa, no deja de ser una viajera que está pensando qué puede llevarse a su casa, cosas y personas. Pero tiene algo de expedicionaria en este mismo rasgo acumulativo: explora para importar, para encontrar algo que sirva en otra parte, en el lugar, Buenos Aires, al que siempre se regresa y nunca se pensó abandonar. Lleva y trae, de un lugar a otro. Se comporta, siempre, como una intérprete o como un viajero del siglo XIX, un comerciante o un sabio que va por el mundo para aprender o prosperar”.
Blackie y Victoria, adoratrices que importan ideas y personas. Victoria, la primera mujer en ocupar un asiento en la Academia Argentina de Letras; Paloma la primera en dirigir un canal de TV. Pero había grandes diferencias. Nacidas ambas en cuna de libros, Victoria era además de origen patricio y su familia estaba directamente emparentada con el nacimiento de la nación argentina. Paloma, en cambio, descendía –como se ha dicho– de los barcos, esa otra gran rama argentina que es la inmigración y cuyos hijos hoy en día encarnan la raíz nacional tanto como aquellos primeros criollos. Pero además provenía de un hogar cuyo origen estaba en la Rusia zarista, de donde los judíos escaparon de los pogroms y la miseria. Mientras la lengua de Ocampo mezclaba el habla criolla con el inglés y el francés aprendido de sus institutrices, Paloma creció escuchando el idish, aprendió el inglés a fuerza de dedicarse al negro spirituals y lo perfeccionó durante los años que vivió en Nueva York. Victoria miraba a Europa; Blackie, a Estados Unidos.
Victoria tradujo los primeros textos críticos de Joyce en Sur. Blackie trajo por primera vez la música negra a la Argentina e insistía con aquello de que “para que la gente guste de oír a Bach o a Liszt, primero tiene que conocer los valses de Strauss”. En su papel de figura pública, Paloma trataba de despegarse del modelo de su par de San Isidro: “Mis programas no están hechos para que sean vistos por la señora Victoria Ocampo”, polemizaba. Sin embargo, se tenían en cuenta y se respetaban. A mediados de la década de 1990, el periodista y escritor Bernardo Ezequiel Koremblit, uno de los mejores amigos de Paloma, todavía conservaba una nota en papel de carta celeste, cuyo motivo principal se desconoce, enviada desde Villa Ocampo. En breves líneas, Victoria parece reconocer en Paloma no a una rival sino a un interlocutor válido, algo destacable en una personalidad caprichosa como la suya.
“Sólo usted puede entender lo que significa haber sido la primera mujer que manejó un auto en esta ciudad y que publicó un artículo en La Nación”.
Firmado: Victoria Ocampo.
–¿En qué encuentra usted más regocijo espiritual, en admirar o ser admirada?
–En admirar, ¡Y cuánto me gusta admirar!
Su tarea de difusión tocaba el límite con lo mesiánico. Desde un principio encaró el trabajo de hacer llegar las infinitas posibilidades del arte a aquellos que menos acceso tenían a la alta cultura y los viajes.
La función pedagógica de su trabajo era herencia paterna. Los contenidos, legado de su madre. El paralelo con Victoria Ocampo surge de inmediato, incluso hay un cierto parecido físico entre ambas a partir de la década del 50. Analizando sus obras, puede decirse también que una y otra encarnaron la tarea de importadoras culturales y difusoras de los bienes importados. Las dos fueron grandes lectoras y se dedicaron a traducir cultura.
En uno de sus artículos sobre literatura argentina, Beatriz Sarlo escribió sobre Victoria que “si hubiera que definirla con una actividad, diría traductora, en todos los sentidos de la palabra”. En otro texto sobre V.O., Sarlo caracteriza y describe a la “insolente” aristócrata fundadora de la revista y editorial Sur como una “expedicionaria”. Y lo explica con una claridad asombrosa, con conceptos que perfectamente podrían reproducirse para hablar de Paloma. Dice Sarlo:
“Victoria Ocampo fue una turista que se comportó como una expedicionaria. Del turista rico tenía la disponibilidad material, el tiempo para distraerse con los detalles, los embelesamientos, los entusiasmos súbitos, la capacidad infinita de asombro proclive a la adoración. Su cosmopolitismo tiene siempre algo de provinciano, justamente por el énfasis. Aunque se mueve con naturalidad completa en Europa, no deja de ser una viajera que está pensando qué puede llevarse a su casa, cosas y personas. Pero tiene algo de expedicionaria en este mismo rasgo acumulativo: explora para importar, para encontrar algo que sirva en otra parte, en el lugar, Buenos Aires, al que siempre se regresa y nunca se pensó abandonar. Lleva y trae, de un lugar a otro. Se comporta, siempre, como una intérprete o como un viajero del siglo XIX, un comerciante o un sabio que va por el mundo para aprender o prosperar”.
Blackie y Victoria, adoratrices que importan ideas y personas. Victoria, la primera mujer en ocupar un asiento en la Academia Argentina de Letras; Paloma la primera en dirigir un canal de TV. Pero había grandes diferencias. Nacidas ambas en cuna de libros, Victoria era además de origen patricio y su familia estaba directamente emparentada con el nacimiento de la nación argentina. Paloma, en cambio, descendía –como se ha dicho– de los barcos, esa otra gran rama argentina que es la inmigración y cuyos hijos hoy en día encarnan la raíz nacional tanto como aquellos primeros criollos. Pero además provenía de un hogar cuyo origen estaba en la Rusia zarista, de donde los judíos escaparon de los pogroms y la miseria. Mientras la lengua de Ocampo mezclaba el habla criolla con el inglés y el francés aprendido de sus institutrices, Paloma creció escuchando el idish, aprendió el inglés a fuerza de dedicarse al negro spirituals y lo perfeccionó durante los años que vivió en Nueva York. Victoria miraba a Europa; Blackie, a Estados Unidos.
Victoria tradujo los primeros textos críticos de Joyce en Sur. Blackie trajo por primera vez la música negra a la Argentina e insistía con aquello de que “para que la gente guste de oír a Bach o a Liszt, primero tiene que conocer los valses de Strauss”. En su papel de figura pública, Paloma trataba de despegarse del modelo de su par de San Isidro: “Mis programas no están hechos para que sean vistos por la señora Victoria Ocampo”, polemizaba. Sin embargo, se tenían en cuenta y se respetaban. A mediados de la década de 1990, el periodista y escritor Bernardo Ezequiel Koremblit, uno de los mejores amigos de Paloma, todavía conservaba una nota en papel de carta celeste, cuyo motivo principal se desconoce, enviada desde Villa Ocampo. En breves líneas, Victoria parece reconocer en Paloma no a una rival sino a un interlocutor válido, algo destacable en una personalidad caprichosa como la suya.
“Sólo usted puede entender lo que significa haber sido la primera mujer que manejó un auto en esta ciudad y que publicó un artículo en La Nación”.
Firmado: Victoria Ocampo.
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