EL CINE NACIONAL ABREVÓ SIEMPRE EN EL GÉNERO ESTADOUNIDENSE POR EXCELENCIA.
Por Claudio D. Minghetti
Fuente: ADN Cultura
Más información: www.lanacion.com.ar
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A principios del siglo XX, muy poco tiempo después de las primeras proyecciones de cine, ya se habían hecho populares en el Río de la Plata las películas cuya acción tenía lugar en el Far West, el Lejano Oeste; las de cowboys, es decir, vaqueros. Con las audacias de Asalto al tren blindado, de Edwin S. Porter, había nacido un género que en las seis décadas siguientes se convertiría en el bastión de Hollywood, la síntesis perfecta de su identidad, la de un país armado. El extremo acartonamiento de algunos cineastas de la década del 50 puso al descubierto la hipocresía que muchas veces sostenía aquellos relatos heroicos. Sin embargo, siempre hubo excepciones a aquellos lugares comunes: por ejemplo, el maestro John Ford.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el género bélico comenzó a ganar posiciones, y el western entró en una encrucijada. En Italia, aprovechando la crisis en los grandes estudios de Estados Unidos, directores de segunda línea, algunos escondidos detrás de seudónimos sajones, crearon una versión propia de aquel género patentado. Menos prolija, menos heroica, igual de mítica pero, por sobre cualquier otra cosa y a pesar del colorinche, más creíble. La experiencia duró algún tiempo y lo más importante que dejó fue la sensación de que, más allá de los disfraces y las escenografías de cartapesta que simulaban calles del otro lado del océano, el género podía superar fronteras y épocas, de que podía ser universal.
En realidad, esa transposición ya venía ocurriendo, incluso desde antes de que Akira Kurosawa abrevara en el western a la hora de escribir y dirigir Los siete samuráis, al promediar la década del 50, film que Hollywood más tarde se encargó de reimportar, transformándolo en Los siete magníficos. Muchos años después hubo otra remake, en clave de ciencia ficción.
En la Argentina también hay ejemplos de películas que pueden considerarse westerns, por su estructura e incluso por su estética. En todo caso, tanto en la pampa como en el Far West, lo esencial es el hombre a caballo.
Un ejemplo fresco es Aballay, el hombre sin miedo, que Fernando Spiner presentó en el último festival de Mar del Plata. Allí compartió el premio del público con De caravana, de Rosendo Ruiz, y ganó el premio especial del jurado. Además, un canal de cable compró los derechos de emisión del film. Después de ser proyectado en Pantalla Pinamar, a fines de este mes participará en el Festival de Málaga, antes de su estreno local, previsto para junio. Spiner, autor de La sonámbula y de la miniserie Bajamar, la costa del silencio, aborda el género a su manera y ratifica su capacidad para contar historias que han superado las fronteras territoriales hace rato.
LA ÉPICA PATRIÓTICA
La primera aproximación argentina al western tuvo lugar en 1942, cuando el entonces joven director Lucas Demare, el poeta Homero Manzi y el escritor y periodista Ulyses Petit de Murat se unieron para adaptar La guerra gaucha, de Leopoldo Lugones. El resultado fue una obra de ficción con toques históricos que supo equilibrar épica con algo de western.
En ese año, el cine argentino había superado por primera vez el medio centenar de estrenos anuales. La guerra gaucha fue uno de los que más trascendieron. Aunque su tema se relaciona con el nacimiento de la patria, la anécdota no es otra cosa que una fábula que cristaliza una versión mítica de la lucha por la independencia. La obra de Demare es, sin lugar a dudas, un ejemplo de guión cinematográfico escrito con notable rigor y en el que ningún detalle queda librado al azar. El discurso de los protagonistas es algo pomposo, acorde con el estilo de Lugones, pero también con el de sus adaptadores, de extracción nacional y popular. La guerra gaucha es un extenso poema a la altura del mejor cine épico hollywoodense y, en consecuencia, del western, que el cine nacional seguiría incorporando a partir de allí con diferentes matices.
Tres años después, la apuesta del mismo trío autoral fue todavía mayor. Demare tuvo esa vez como colaborador al mendocino Hugo Fregonese, que venía de una larga experiencia en Hollywood. Allí, como parte del plantel de Columbia Pictures, Fregonese se había encargado de la supervisión técnica de películas con temática latinoamericana, y otra vez con la dupla Manzi-Petit de Murat hicieron Pampa bárbara, que confirmó una vez más la universalidad del género.
En un fortín en medio de la pampa, hacia 1830 (durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas), el comandante decide traer, desde Buenos Aires, mujeres que cumplen condenas de prisión, para que los soldados no deserten. Esa es la punta argumental de esta sólida propuesta épica del cine argentino. Demare le impuso una estética más pulida que la de La guerra gaucha, mientras que Fregonese avanzó en la supervisión del guión, la misma tarea que tan buenos resultados habría de reportarle cinco años después, cuando en solitario encaró el policial negro Apenas un delincuente, con guión de dos críticos de cine, Chas de Cruz y Raimundo Calcagno (Calki).
La combinación de Fregonese y Demare, grandes directores, hizo de Pampa bárbara un mecanismo de relojería. Fregonese, en lo mejor de su carrera, con solamente 35 años, y Demare, con 38, en camino a ser nuevamente convocado por Hollywood, esta vez como realizador, pusieron la piedra fundamental del western criollo.
LA ÉPICA SOCIAL
La Patagonia rebelde, que Héctor Olivera filmó en 1972 tomando como base argumental Los vengadores de la Patagonia trágica, de Osvaldo Bayer, yuxtapone hechos reales a otros de ficción, sustentados por la vasta información que el autor del original volcó en sus páginas. El contexto sociopolítico de la Argentina de principios de la década del 70 le permitió a Olivera encarar un tema que había sido mantenido en reserva por la historia oficial durante décadas: la sangrienta represión del Ejército contra trabajadores rurales patagónicos que luchaban por reivindicaciones elementales a principios de los años 20. No era fácil la adaptación cinematográfica del libro, no sólo por su tinte político, sino porque había que llegar a una síntesis atractiva y efectiva desde el punto de vista cinematográfico.
El conflicto santacruceño tuvo características épicas que podían ser representadas, en alguna medida, con el lenguaje del western. Se trata de un enfrentamiento entre "buenos" y "malos", pero también queda claro el mensaje de que en toda puja de dimensiones puede haber zonas grises, además de excesos y hasta protagonistas que parecen estar alienados o que cometen atrocidades sin medir las consecuencias. El desenlace era ya conocido por el público, pero el guión hace pensar cuando pone en evidencia todo lo que condujo a ese desenlace. A la media hora de iniciado el relato, estalla la primera secuencia típica de los westerns: los protagonistas aparecen recortados con la nitidez característica de aquellos personajes de la épica estadounidense, que fue también la de la revisión del género impulsada por el cine italiano.
Los sucesivos enfrentamientos entre peones y soldados, cada vez más violentos y que, traiciones de por medio, terminan con los fusilamientos de los huelguistas, tienen la particularidad de estar encuadrados y editados como los mejores relatos del Oeste, sólo que esta vez en un contexto en que el eje son las reivindicaciones sociales, impensables en aquellos films rodados en los estudios de Hollywood, en Texas o en Almería. Allí se trataba de enfrentamientos entre hombres y mujeres honestos y forajidos, entre indios y soldados. En La Patagonia rebelde confluyen el western con los géneros histórico y de denuncia, la acción con la reflexión comprometida.
El film de Olivera recuerda a La guerra gaucha por el modo de presentar a los personajes tomados del libro de Bayer, aunque añade imaginación en la construcción de otros. Tal es el caso del teniente coronel a cargo del operativo, que confiesa haber recibido como única orden presidencial la de cumplir con su deber y que, algo confundido por su rígida formación militar, se deja alienar por la ferocidad. Una vez cumplido ese "deber", para nada preciso, en un final que esconde una pregunta clave, termina con la mirada perdida. La escenas en las que aparecen soldados que apuntan con pistolas y fusiles, desde automóviles y trenes, a peones de a caballo subrayan esa extraña frontera que entonces separaba los viejos tiempos de los nuevos.
LA ÉPICA DE LA UTOPÍA
En San Luis, la misma provincia en la que el multifacético Emilio Vieyra filmó su western en broma Los irrompibles (1974), casi dos décadas más tarde Adolfo Aristarain realizó Un lugar en el mundo (1992), en un punto equidistante entre los escenarios abiertos y los urbanos y con una trama contundente por su acento social. Aristarain, que había sido asistente de dirección, entre otros, del mismo Vieyra, pero también de Sergio Leone (uno de los máximos cultores del western en su variante spaghetti), eligió la historia de un maestro de escuela que sufre la crisis ideológica y generacional típica de quienes, como el propio Aristarain, soñaron con la utopía de un mundo mejor y chocaron contra la dura realidad de los años 70.
Ernesto hace un viaje a un pueblo de un remoto valle puntano, para recordar su infancia y las circunstancias que marcaron su vida cuando Mario y Ana, sus padres, en busca de cumplir con sus sueños, decidieron exiliarse voluntariamente de Buenos Aires para impulsar una cooperativa en una comunidad rural. La llegada de un geólogo español, contratado por el caudillo local para buscar petróleo, representa una amenaza para la forma de vida de los lugareños, ya que una compañía multinacional pretende quedarse con el lugar y exprimirle sus minerales hasta la última gota. Es el momento en que ese maestro, de impecable discurso, debe tomar una decisión. Y la toma.
La épica cobra una dimensión entre poética y política: cuando todo se cree perdido, las nuevas generaciones pueden, a partir de la memoria, recuperar la esperanza. Con Un lugar en el mundo, el western nacional da un nuevo giro y alcanza una dimensión superadora.
LA ÉPICA DE LO MARGINAL
Con Un oso rojo, el uruguayo Israel Adrián Caetano convirtió un relato típico de la serie negra en un western crepuscular, con viejos pistoleros en un mundo que no acepta sus códigos, esos que implicaban cierta noción de justicia y que daban lugar a la redención y a la esperanza. Oso estuvo siete años preso por robo y homicidio. Hombre de pocas palabras y violento, vuelve a su barrio suburbano, polvoriento, desolado. Allí hay un bar muy sórdido, que sólo tiene como clientes a delincuentes que no hacen otra cosa que jugar al pool y tomar cerveza. El grupo, liderado por un manco vestido con camisa roja de satén y chaleco negro, se enfrentará con el hombre que perdió la sonrisa y que tiene una meta pendiente. El día en que cayó preso, su hija cumplía un año, y ahora ya tiene ocho. Su ex esposa tiene nueva pareja: un buen hombre, pero un perdedor, acorralado por deudas de juego. En libertad condicional, Oso piensa que podrá recuperar el tiempo perdido, pero para hacerlo primero debe enfrentarse cara a cara con la muerte. Es que Oso, con una serie de movimientos fríamente calculados, cumple con su objetivo de terminar con lo peor de su pasado pagando un precio alto. El Oso deviene mito. El western se consuma una vez más.
LA ÉPICA DEL ESTILITA ECUESTRE
Aballay, el hombre sin miedo es un homenaje al cine. Aballay... transmite la pasión de Antonio Di Benedetto, autor del cuento, por el cine, y deja ver la admiración de su director y adaptador, Fernando Spiner, por Hugo Fregonese. En la versión cinematográfica están presentes la estética del western y la idea de la muerte anunciada. Ninguna de las dos cosas es casual.
Las metas tienen un precio muy alto, ya sean patrióticas, éticas, utópicas o justicieras. Y si de buscar justicia se trata, incluso por mano propia, una historia que bucea en el pasado, como la de Aballay..., puede encontrarle un nuevo sabor local al género. "Matar es terrible. Lo que viene después es peor", dice la leyenda del afiche.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el género bélico comenzó a ganar posiciones, y el western entró en una encrucijada. En Italia, aprovechando la crisis en los grandes estudios de Estados Unidos, directores de segunda línea, algunos escondidos detrás de seudónimos sajones, crearon una versión propia de aquel género patentado. Menos prolija, menos heroica, igual de mítica pero, por sobre cualquier otra cosa y a pesar del colorinche, más creíble. La experiencia duró algún tiempo y lo más importante que dejó fue la sensación de que, más allá de los disfraces y las escenografías de cartapesta que simulaban calles del otro lado del océano, el género podía superar fronteras y épocas, de que podía ser universal.
En realidad, esa transposición ya venía ocurriendo, incluso desde antes de que Akira Kurosawa abrevara en el western a la hora de escribir y dirigir Los siete samuráis, al promediar la década del 50, film que Hollywood más tarde se encargó de reimportar, transformándolo en Los siete magníficos. Muchos años después hubo otra remake, en clave de ciencia ficción.
En la Argentina también hay ejemplos de películas que pueden considerarse westerns, por su estructura e incluso por su estética. En todo caso, tanto en la pampa como en el Far West, lo esencial es el hombre a caballo.
Un ejemplo fresco es Aballay, el hombre sin miedo, que Fernando Spiner presentó en el último festival de Mar del Plata. Allí compartió el premio del público con De caravana, de Rosendo Ruiz, y ganó el premio especial del jurado. Además, un canal de cable compró los derechos de emisión del film. Después de ser proyectado en Pantalla Pinamar, a fines de este mes participará en el Festival de Málaga, antes de su estreno local, previsto para junio. Spiner, autor de La sonámbula y de la miniserie Bajamar, la costa del silencio, aborda el género a su manera y ratifica su capacidad para contar historias que han superado las fronteras territoriales hace rato.
LA ÉPICA PATRIÓTICA
La primera aproximación argentina al western tuvo lugar en 1942, cuando el entonces joven director Lucas Demare, el poeta Homero Manzi y el escritor y periodista Ulyses Petit de Murat se unieron para adaptar La guerra gaucha, de Leopoldo Lugones. El resultado fue una obra de ficción con toques históricos que supo equilibrar épica con algo de western.
En ese año, el cine argentino había superado por primera vez el medio centenar de estrenos anuales. La guerra gaucha fue uno de los que más trascendieron. Aunque su tema se relaciona con el nacimiento de la patria, la anécdota no es otra cosa que una fábula que cristaliza una versión mítica de la lucha por la independencia. La obra de Demare es, sin lugar a dudas, un ejemplo de guión cinematográfico escrito con notable rigor y en el que ningún detalle queda librado al azar. El discurso de los protagonistas es algo pomposo, acorde con el estilo de Lugones, pero también con el de sus adaptadores, de extracción nacional y popular. La guerra gaucha es un extenso poema a la altura del mejor cine épico hollywoodense y, en consecuencia, del western, que el cine nacional seguiría incorporando a partir de allí con diferentes matices.
Tres años después, la apuesta del mismo trío autoral fue todavía mayor. Demare tuvo esa vez como colaborador al mendocino Hugo Fregonese, que venía de una larga experiencia en Hollywood. Allí, como parte del plantel de Columbia Pictures, Fregonese se había encargado de la supervisión técnica de películas con temática latinoamericana, y otra vez con la dupla Manzi-Petit de Murat hicieron Pampa bárbara, que confirmó una vez más la universalidad del género.
En un fortín en medio de la pampa, hacia 1830 (durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas), el comandante decide traer, desde Buenos Aires, mujeres que cumplen condenas de prisión, para que los soldados no deserten. Esa es la punta argumental de esta sólida propuesta épica del cine argentino. Demare le impuso una estética más pulida que la de La guerra gaucha, mientras que Fregonese avanzó en la supervisión del guión, la misma tarea que tan buenos resultados habría de reportarle cinco años después, cuando en solitario encaró el policial negro Apenas un delincuente, con guión de dos críticos de cine, Chas de Cruz y Raimundo Calcagno (Calki).
La combinación de Fregonese y Demare, grandes directores, hizo de Pampa bárbara un mecanismo de relojería. Fregonese, en lo mejor de su carrera, con solamente 35 años, y Demare, con 38, en camino a ser nuevamente convocado por Hollywood, esta vez como realizador, pusieron la piedra fundamental del western criollo.
LA ÉPICA SOCIAL
La Patagonia rebelde, que Héctor Olivera filmó en 1972 tomando como base argumental Los vengadores de la Patagonia trágica, de Osvaldo Bayer, yuxtapone hechos reales a otros de ficción, sustentados por la vasta información que el autor del original volcó en sus páginas. El contexto sociopolítico de la Argentina de principios de la década del 70 le permitió a Olivera encarar un tema que había sido mantenido en reserva por la historia oficial durante décadas: la sangrienta represión del Ejército contra trabajadores rurales patagónicos que luchaban por reivindicaciones elementales a principios de los años 20. No era fácil la adaptación cinematográfica del libro, no sólo por su tinte político, sino porque había que llegar a una síntesis atractiva y efectiva desde el punto de vista cinematográfico.
El conflicto santacruceño tuvo características épicas que podían ser representadas, en alguna medida, con el lenguaje del western. Se trata de un enfrentamiento entre "buenos" y "malos", pero también queda claro el mensaje de que en toda puja de dimensiones puede haber zonas grises, además de excesos y hasta protagonistas que parecen estar alienados o que cometen atrocidades sin medir las consecuencias. El desenlace era ya conocido por el público, pero el guión hace pensar cuando pone en evidencia todo lo que condujo a ese desenlace. A la media hora de iniciado el relato, estalla la primera secuencia típica de los westerns: los protagonistas aparecen recortados con la nitidez característica de aquellos personajes de la épica estadounidense, que fue también la de la revisión del género impulsada por el cine italiano.
Los sucesivos enfrentamientos entre peones y soldados, cada vez más violentos y que, traiciones de por medio, terminan con los fusilamientos de los huelguistas, tienen la particularidad de estar encuadrados y editados como los mejores relatos del Oeste, sólo que esta vez en un contexto en que el eje son las reivindicaciones sociales, impensables en aquellos films rodados en los estudios de Hollywood, en Texas o en Almería. Allí se trataba de enfrentamientos entre hombres y mujeres honestos y forajidos, entre indios y soldados. En La Patagonia rebelde confluyen el western con los géneros histórico y de denuncia, la acción con la reflexión comprometida.
El film de Olivera recuerda a La guerra gaucha por el modo de presentar a los personajes tomados del libro de Bayer, aunque añade imaginación en la construcción de otros. Tal es el caso del teniente coronel a cargo del operativo, que confiesa haber recibido como única orden presidencial la de cumplir con su deber y que, algo confundido por su rígida formación militar, se deja alienar por la ferocidad. Una vez cumplido ese "deber", para nada preciso, en un final que esconde una pregunta clave, termina con la mirada perdida. La escenas en las que aparecen soldados que apuntan con pistolas y fusiles, desde automóviles y trenes, a peones de a caballo subrayan esa extraña frontera que entonces separaba los viejos tiempos de los nuevos.
LA ÉPICA DE LA UTOPÍA
En San Luis, la misma provincia en la que el multifacético Emilio Vieyra filmó su western en broma Los irrompibles (1974), casi dos décadas más tarde Adolfo Aristarain realizó Un lugar en el mundo (1992), en un punto equidistante entre los escenarios abiertos y los urbanos y con una trama contundente por su acento social. Aristarain, que había sido asistente de dirección, entre otros, del mismo Vieyra, pero también de Sergio Leone (uno de los máximos cultores del western en su variante spaghetti), eligió la historia de un maestro de escuela que sufre la crisis ideológica y generacional típica de quienes, como el propio Aristarain, soñaron con la utopía de un mundo mejor y chocaron contra la dura realidad de los años 70.
Ernesto hace un viaje a un pueblo de un remoto valle puntano, para recordar su infancia y las circunstancias que marcaron su vida cuando Mario y Ana, sus padres, en busca de cumplir con sus sueños, decidieron exiliarse voluntariamente de Buenos Aires para impulsar una cooperativa en una comunidad rural. La llegada de un geólogo español, contratado por el caudillo local para buscar petróleo, representa una amenaza para la forma de vida de los lugareños, ya que una compañía multinacional pretende quedarse con el lugar y exprimirle sus minerales hasta la última gota. Es el momento en que ese maestro, de impecable discurso, debe tomar una decisión. Y la toma.
La épica cobra una dimensión entre poética y política: cuando todo se cree perdido, las nuevas generaciones pueden, a partir de la memoria, recuperar la esperanza. Con Un lugar en el mundo, el western nacional da un nuevo giro y alcanza una dimensión superadora.
LA ÉPICA DE LO MARGINAL
Con Un oso rojo, el uruguayo Israel Adrián Caetano convirtió un relato típico de la serie negra en un western crepuscular, con viejos pistoleros en un mundo que no acepta sus códigos, esos que implicaban cierta noción de justicia y que daban lugar a la redención y a la esperanza. Oso estuvo siete años preso por robo y homicidio. Hombre de pocas palabras y violento, vuelve a su barrio suburbano, polvoriento, desolado. Allí hay un bar muy sórdido, que sólo tiene como clientes a delincuentes que no hacen otra cosa que jugar al pool y tomar cerveza. El grupo, liderado por un manco vestido con camisa roja de satén y chaleco negro, se enfrentará con el hombre que perdió la sonrisa y que tiene una meta pendiente. El día en que cayó preso, su hija cumplía un año, y ahora ya tiene ocho. Su ex esposa tiene nueva pareja: un buen hombre, pero un perdedor, acorralado por deudas de juego. En libertad condicional, Oso piensa que podrá recuperar el tiempo perdido, pero para hacerlo primero debe enfrentarse cara a cara con la muerte. Es que Oso, con una serie de movimientos fríamente calculados, cumple con su objetivo de terminar con lo peor de su pasado pagando un precio alto. El Oso deviene mito. El western se consuma una vez más.
LA ÉPICA DEL ESTILITA ECUESTRE
Aballay, el hombre sin miedo es un homenaje al cine. Aballay... transmite la pasión de Antonio Di Benedetto, autor del cuento, por el cine, y deja ver la admiración de su director y adaptador, Fernando Spiner, por Hugo Fregonese. En la versión cinematográfica están presentes la estética del western y la idea de la muerte anunciada. Ninguna de las dos cosas es casual.
Las metas tienen un precio muy alto, ya sean patrióticas, éticas, utópicas o justicieras. Y si de buscar justicia se trata, incluso por mano propia, una historia que bucea en el pasado, como la de Aballay..., puede encontrarle un nuevo sabor local al género. "Matar es terrible. Lo que viene después es peor", dice la leyenda del afiche.
Aballay es un bandolero impiadoso que busca redimirse. La mitología popular lo convierte en santo, al mismo tiempo que el hijo ya adulto de una de sus víctimas busca venganza.
"Cuando leí 'Aballay', hace veinte años, se me metió en la cabeza que tenía que ser una película, y desde entonces no me detuve. Tiene mucho de western: el territorio por conquistar y personajes sin ley y de a caballo, y además tiene la venganza como tema -dice Spiner, en diálogo con adn-. Aballay es un personaje complejo. Es el eje de la historia movido por una suerte de obcecación, porque el tipo no se baja nunca más del caballo, y la trama se completa con el tema del vengador, que viene en busca de un asesino y se encuentra con un santo."
Cuando apareció el libro original de Antonio de Benedetto, Julio Cortázar escribió:
La presencia desde el pasado se da como un juego óptico alucinante: el personaje se sitúa en el tiempo mental y místico de los estilitas, y el autor, en el tiempo del personaje, la pampa argentina del siglo XIX. Un pasado próximo se hunde así en otro pasado remoto; de ese juego de ecos temporales nace, creo, la intensa reverberación de "Aballay", su caracol ahondando en el oído del lector, una interminable teoría de retrocesos; y la gran maravilla es que se retrocede hacia delante, hacia cada uno de nosotros mismos con nuestras culpas y con nuestras muertes, con la esperanza de un rescate que hace del gaucho Aballay uno de tantos argentinos de hoy, de ahora.
SPINER Y LOS GÉNEROS
Después de haber hecho cortometrajes como Testigos en cadena y Balada para un Kaiser Carabela, con Luis Alberto Spinetta, y el video Ciudad de pobres corazones, con Fito Páez, Fernando Spiner saltó al éxito internacional con el culebrón televisivo Cosecharás tu siembra. En 1994, fue uno de los pilares de Poliladron, que abandonó después de darle un estilo que -no es lugar común- trazó una línea divisoria entre lo viejo y lo nuevo en la TV local.
En 1996 dirigió la primera miniserie argentina, Bajamar, la costa del silencio, con guión compartido con Pablo De Santis. Se vio aquí y en toda América latina. En 1998 logró que una empresa de posproducción recién inaugurada le aportara los audaces efectos especiales de La sonámbula, una ambiciosa historia de ciencia ficción en una Buenos Aires futura y ominosa, según un relato de Ricardo Piglia. La película tuvo como figuras centrales a Eusebio Poncela y Gastón Pauls.
Después del esfuerzo considerable que significó esa película, el cineasta se recluyó en Villa Gesell, donde está buena parte de su pasado y de su familia. Después volvió al cine, con la disparatada comedia de ciencia ficción Adiós, querida luna, con Horacio Fontova y Gabriel Goity disfrazados de astronautas. Más tarde, mientras seguía entrando y saliendo de la TV, con Víctor Laplace y un guión de Juan Pablo Young, realizó Angelelli, la palabra viva, acerca del asesinato del obispo de La Rioja Enrique Angelelli, en agosto de 1976 (puede verse en el sitio http://www.donorione.org.ar/sitio/index.php?option=com_content&view=article&id=1174&Itemid=789 ). Al mismo tiempo seguía avanzando en un viejo proyecto de western gaucho, sobre "Aballay", el cuento del periodista y narrador mendocino Antonio Di Benedetto.
"Lo leí en 1989, mientras estaba en Roma, me gustó mucho y empecé a pensar que podía ser una película. Algunos cuentos son más cinematográficos que muchas novelas, pero lo difícil es convertirlos en largometrajes. El trabajo de adaptación es mucho mayor. El impacto que te produce un cuento es lo realmente atractivo", asegura el director.
"Mi western favorito -revela- es El tesoro de la Sierra Madre, de John Huston, y como si mi fanatismo por el género fuese poco, estudié cine en Italia durante el gran furor por Sergio Leone. La película de Huston tiene una idea muy interesante sobre la ética. No es un western clásico por su estructura, pero tiene mucha trama y ahonda en las miserias humanas. A diferencia de otras películas inspiradas en el género, creo que Aballay es un western en toda la extensión de la palabra. Se trata de un hombre de a caballo, con territorios inmensos por conquistar. No hay personajes buenos, excepto la única mujer de la historia, que actúa por pasión y por amor, por más que finalmente sea un amor platónico."
Más allá de Huston, la mayor influencia de Spiner fue la de Hugo Fregonese. "Cuando volví de mi curso en Italia, alquilé una casita en el delta de Tigre, y ocurrió que allí mismo había vivido Fregonese durante sus últimos años. Fue el cineasta argentino que hizo más westerns en Hollywood. Cada vez que yo pagaba el alquiler, su sobrina me regalaba algo que había sido del tío. Tengo el poncho de Francisco Petrone en Pampa bárbara, el guión, apuntes, una adaptación del Don Quijote que iba a filmar con Anthony Quinn, fotos, notas. Casi, casi un altar de Hugo Fregonese", confiesa Spiner.
ANTONIO DI BENEDETTO, MAESTRO DE LA PALABRA
Antonio Di Benedetto nació en 1922, en Mendoza, y murió en 1986, en Buenos Aires. Tres de sus relatos, de los más importantes, fueron proyectos cinematográficos, pero solamente dos llegaron a concretarse. El primero fue Zama, publicado en 1956, una historia sumamente compleja de trasladar al cine, ya que narra, en primera persona, diez años de la vida de Diego de Zama, funcionario de la corona española en Asunción del Paraguay. Es una historia de esperas y esperanzas en el último tramo del siglo XIX, contada en tres etapas. Juan José Saer ha dicho que no es una novela histórica, como muchos suponen, sino una "refutación deliberada de ese género". Fue más contundente todavía al asegurar: "Zama es, por ciertos aspectos de su concepción narrativa, comparable a las obras mayores de la narrativa existencialista, como La náusea y El extranjero. Yo creo, sin embargo, que por las circunstancias en que fue escrita y la situación peculiar de la persona que la escribió, Zama es en muchos sentidos superior a esos libros".
"Yo quería escribir para el cine -ha explicado Di Benedetto-, pero en general no soy nada más que un espectador de cine, y también periodista cinematográfico. Es una actividad excelente, porque se puede viajar mucho. Una vez fui al festival de Berlín, otra vez al de Cannes, y otra a Hollywood, con los Oscar. También estuve en otros mercados anuales de vanidad. Es muy entretenido. En el festival de Mar del Plata una vez me pusieron en el Jurado Internacional de la Crítica."
En verdad, Di Benedetto se acercó a la literatura a partir del periodismo. En este sentido, su labor fue muy extensa. Colaboró en numerosas publicaciones, incluso en LA NACION. Fue después corresponsal del diario La Prensa en el exterior y desde 1964 ocupó el cargo de secretario de redacción en el matutino Los Andes, de su provincia. Allí creó la sección dominical de Espectáculos, Letras y Variedades y el suplemento deportivo de los lunes. En 1968, se convirtió en subdirector de Los Andes y del flamante vespertino El Andino.
A partir de 1972 comenzaron los problemas con los militares y los sucesivos gobernantes provinciales, hasta que llegó 1976. Poco después de su pública defensa de la constitucionalidad frente a la inminencia del golpe, la mañana del 25 de marzo, varios militares irrumpieron en la redacción de Los Andes con una orden de detención, y así comenzó un calvario de dieciséis meses de cárcel y torturas (que habrían terminado gracias a una carta enviada por el Premio Nobel Heinrich Böll a Jorge Rafael Videla), en los que sufrió golpes y cuatro simulacros de fusilamiento.
Adelma Petroni, una escultora amiga del escritor, contó que estando en prisión, y como le rompían los manuscritos, a Di Benedetto se le ocurrió escribir cartas. Y así, entre otros relatos, escribió "Aballay". Una vez libre, con el anticipo que le envió su editor, pudo exiliarse en España, de donde regresó en 1984, dos años antes de su muerte.
"Me pregunté no por qué vivía, sino por qué había vivido. Supuse que por la espera, y quise saber si aún esperaba algo. Me pareció que sí. Siempre se espera más." Así termina Zama, relato que apasionó al director Nicolás Sarquís. En 1985, encaró una coproducción con España (subtitulada Espera en medio de la tierra). Por su presupuesto, se anunció que sería la más importante del cine argentino desde la vuelta de la democracia. Se comenzó a rodar en Paraguay y en la Argentina, con el catalán Mario Pardo Rodríguez, de larga trayectoria en la TV española, Charo López, Héctor Alterio y un gran elenco, pero antes de lo pensado y a raíz de varios conflictos (la demora en la obtención de permisos para filmar en monumentos públicos e iglesias de Asunción, que fueron otorgados cuando el equipo de producción ya llevaba seis meses instalado en la ciudad en el Centro Paraguayo de Teatro, además de un juicio iniciado por Pardo), quedó sólo con unas escenas terminadas.
La primera obra de Di Benedetto llevada al cine fue la producción independiente Los suicidas (2006), dirigida por Juan Villegas. La segunda fue Aballay.
Dijo Saer en 1973, en un artículo dedicado a su amigo Sarquís: "Hay un estilo Di Benedetto, reconocible incluso visualmente, del mismo modo que hay un estilo Macedonio, o Borges, o Juan L. Ortiz. Este mérito puede muy bien ser secundario; pero que yo sepa no lo encontramos en la Argentina en ningún otro narrador contemporáneo de Di Benedetto". Fernando Spiner trata ahora de llevarlo al cine sin traicionarlo.
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