“El productor tiene que tomar cierto riesgo artístico”
El productor cinematográfico Hernán Musaluppi, responsable de filmes independientes como Medianeras, El custodio, Whisky y No sos vos, soy yo, entre otros.
Fundador de la productora Rizoma, decidió escribir una suerte de cruza entre diario íntimo y manual académico. Aquí habla de las particularidades del cine argentino, la ausencia de debate interno, la relación con los cineastas y el rol del Estado.
Por Ezequiel Boetti
El cine clásico de la era dorada de Hollywood legó innumerables factores que aún se vislumbran en las salas oscuras a lo largo y ancho del globo. Sin ir más lejos, el star system o la estatificación de películas en diversos géneros, según el cumplimiento o no de determinados códigos narrativos y temáticos, son hijos dilectos de aquellos años. Pero existen, también, otras tradiciones corroídas por el tiempo. Entre ellas, la concepción del oficio de los productores. Así, si entre la década del ’30 y el ’50 éstos eran una suerte de mecenas con potestad absoluta para hacer y deshacer a voluntad dentro de un set, limitando a los directores a un rol casi técnico, ahora sus funciones están más esfumadas e incluso invisibilizadas ante la mediatización de los cineastas. “Nuestro trabajo debería consistir, sencillamente, en lograr que los directores hagan lo que quieran y que, haciendo eso, creen la mejor película y el mejor negocio posible”, sintetiza el productor Hernán Musaluppi en su libro El cine y lo que queda de mí.
Editado recientemente por Capital Intelectual, este híbrido entre diario íntimo y manual académico, tal como lo define, recorre las vicisitudes personales y laborales de un productor inmerso en la fauna cinematográfica vernácula. Fauna de la que, aunque quiera, no puede salir. “Amo una actividad que me da asco”, escribe más adelante. Las particularidades del cine argentino, la compleja galería de personajes que lo componen, la ausencia de debate interno, la relación con los cineastas y el rol del Estado son algunos de los ejes de la entrevista de uno de los mandamases de la productora Rizoma con Página/12. “Creo que hay mucha susceptibilidad en la familia del cine y nadie está dispuesto a que le opinen sobre lo que hace o a abrir el juego a la discusión”, asegurará más abajo.
De empresarios y directores
Egresado de la Universidad del Cine en la carrera de guión y con estudios “informales” en Letras, Musaluppi comenzó en la industria a fines del siglo pasado, hasta que en 2001 cofundó Rizoma Films junto a Natacha Cervi. La idea era “producir películas de calidad y con potencial comercial, tanto para la Argentina como para el exterior”, tal como reza la página web de la empresa. Así, a lo largo de la última década participó en films tan disímiles como Whisky, No sos vos, soy yo, El custodio, Medianeras o la reciente 3, ¿Cómo recuperar a tu propia familia? Pero un día decidió escribir un “manual de producción con cuestiones de financiación y mercado”. Para él, la poca bibliografía existente estaba más volcada a enseñar a presupuestar que a enseñar las infinitas aristas del quehacer cotidiano. “Es que concibo a la producción como algo más amplio que un tipo sentado haciendo una planilla de Excel”, argumenta. Le siguieron una serie de entrevistas con colegas que le permitieron conformar una suerte de cosmovisión y, entre medio de todo eso, “empezaron a aparecer unos textos personales que no tenían mucho que ver con lo anterior”. “A partir de ahí el libro empezó a tomar forma”, recuerda.
–Desde el título da la sensación de que para usted el cine es una actividad absorbente y desgastante. ¿Es así?
–No creo que los que hagamos películas estemos ocupados todo el día. El tema pasa, al menos en mi caso, porque el cine es una entidad que se instala en la cabeza e imposibilita pensar en otras cosas. Por otro lado, es una actividad totalmente ilógica: si partís de la base de que una película hecha sin subvenciones del Estado va a pérdida, somos empresarios en un negocio que no existe. Y lo que hacemos es apostar a una posibilidad: nunca sabés cómo te va a ir porque es todo muy coyuntural. Terminás pensando todo el día en cosas en las que no querés pensar. Por eso no quiero hacer más películas. Y también está el tema de la “familia” del cine. Cuando uno está en el rol de la producción, se forma con gente a la que después tiene que contratar. Entonces se generan relaciones a priori cercanas y amistosas, pero que finalmente no lo son. Hay una confusión intrínseca en ese sentido: el cine es una actividad muy profesional en términos de la maquinaria que se pone en movimiento, pero absolutamente personal en los otros sentidos.
–¿Se puede hacer plata con el cine?
–Nosotros (Rizoma) vivimos de esta actividad. Hacés menos plata que otras actividades, como la televisión o la publicidad. Después cada productora hace dinero dependiendo de cómo sean sus principios frente al cine, y en eso no me meto. El tema es si realmente concebís la producción como una actividad privada y qué riesgos estás dispuesto a tomar: podés perder, ganar poco o mucho. Si en cambio sos un tipo más cauto y lo tomás solamente como un laburo, quizá consigas cierta previsión en los ingresos. Aunque también depende de qué tipo de películas hagas, más allá de cómo les vaya en taquilla. En mi caso, quizá podría haber filmado Medianeras por la mitad de la plata y hubiera ganado más dinero, pero a costa de hacer una peor película. Esa vara la pone cada productor.
–El ejemplo de Medianeras deja entrever la relación compleja entre el cine como hecho artístico y como producto económico, cuestión que también está muy presente en el libro. ¿Cómo maneja ese balance?
–Esa relación es la que me resulta más interesante y creo que sí o sí tiene que ser recíproca con el director. Yo los concibo como socios en términos de que el productor incide en lo artístico y el realizador lo hace en las formas de generar una película. Y en base a ese acuerdo es que se discute cómo hago la película que quiero y que a su vez sea un negocio. Habrá algunos que decidan resignar parte del negocio por la película y viceversa. Ese equilibrio se genera durante el proceso de construcción, y ahí quizá sí el cine sea previsible. Con Medianeras sabía qué era lo peor que me podía pasar, y sabía que en ese caso mi resultado era tal. Para todo eso, el director y el productor tienen que hablar el mismo idioma. Después, el resultado muchas veces no depende de uno. Puedo hacer la mejor película de la historia y si el jueves del estreno se inunda Buenos Aires no me la programan de nuevo la otra semana. Aceptar eso genera una dualidad en la que por un lado todo depende de vos, pero al mismo tiempo no.
–¿Es posible distanciarse entre esos errores propios y los factores imprevisibles que menciona? ¿Cómo hace para no tomarse las fallas ajenas como personales?
–Vos te das cuenta cuando fallás; ése es el problema de ser tu propio jefe. Creo que hay muchas susceptibilidades a modificar y se debería empezar por uno mismo, relativizando el trabajo del cine. Una cosa es ser profesional y trabajar con responsabilidad y otra es pensar que se va la vida si te va mal con un proyecto. Como productor se debería hacer los deberes y tratar de hacer números para que, incluso en el peor de los casos, no tener que cerrar la empresa. Y como director saber que también puede ir mal, incluso haciendo las cosas de la mejor forma posible. Para mí la mejor película de Rizoma es Un mundo misterioso y es, en algún sentido, con la que peor nos fue. Pero eso no empaña lo que pienso de ella. ¿Qué es que te vaya mal? Además hicimos las cosas del tal forma para que aun así no perdiéramos plata. Ese es mi laburo como productor.
La familia del cine
La complejidad para dar cuenta de la jurisdicción de los deberes de un productor es difícil en una industria con las particularidades de la Argentina. Así, un sistema educativo privado y público que escupe miles de cineastas por año dispuestos a filmar, las bondades de una geografía polifacética, un Estado firmemente decidido a apoyar la producción pero que, a su vez, aún no logra solucionar las falencias en la exhibición y la distribución, generan un panorama por momentos desconcertante. “Creo que el mundo audiovisual está en una época de transición impresionante y nadie sabe muy bien dónde está parado”, diagnostica el también docente de la Escuela Nacional de Experimentación y Realización cinematográfica (Enerc). Ante eso, uno de los posibles paliativos ante el desasosiego está en la puesta en común de las experiencias y su posterior debate. “Los productores tenemos algunos ámbitos de discusión, como por ejemplo las cámaras de empresas, pero generalmente tocamos temas urgentes y no cuestiones de fondo. Creo que en este país casi no hay discusión sobre cine y, en ese sentido, me parecía interesante de alguna forma volcar mi experiencia”, completa.
–¿A qué se refiere cuándo dice que no hay discusión?
–En general, el Estado participa de la actividad cinematográfica en todo el mundo. Acá, en cambio, se genera un debate muy tonto y se pone en duda si debe poner plata o no. Eso es una estupidez que tiene que ver con un desconocimiento total de la materia que se discute: la idea de lo público participando es esencial para que esta actividad exista, porque no es rentable de por sí. El debate serviría para ver qué tipo de políticas y de sistemas de fomento serían necesarios para la conformación actual del sector cinematográfico. Por qué los tanques argentinos no son rentables, en una punta, y, en la otra, por qué las películas más pequeñas se hacen por fuera del sistema y no pueden acceder. Es un debate que la industria tiene que darse porque es actividad cara, poco rentable y muy cambiante.
–¿Y es viable un diálogo de esas características entre los productores?
–Creo que hay mucha susceptibilidad en la “familia” del cine y nadie está dispuesto a que opinen sobre lo que hace o a abrir el juego de la discusión. Eso demuestra un altísimo nivel de susceptibilidad y muy poca afección al diálogo. Muchos se enojan cuando les decís que no te gusta su película o te dicen que sos un pelotudo cuando hacés un comentario crítico sobre un guión. Tampoco veo algo que sí existía cuando empecé, que era una industria mucho más consolidada y con una actitud quizá más corporativa pero necesaria. Hoy cada uno hace las películas como puede, como le salen.
–Pero podría pensarse que esa forma de hacer películas “como cada uno puede” es lo que posibilita el abanico artístico tan amplio que hay hoy en el cine argentino.
–El cine argentino tiene una virtud increíble que viene de la Ley de Fomento de 1994, que es tener un sistema automático. A mí nadie me dice qué tengo que filmar: si quiero hacer una película de quince horas y cumplo los requisitos, la hago. Entonces se genera una heterogeneidad relacionada con las bondades de esas posibilidades. Pero ese mismo sistema es el que hoy no habilita a que ingresen nuevos directores o productores, obligándolos a hacer las cosas por fuera. Entonces el límite y lo peligroso es, por un lado, que no se discuta por qué la gente tiene que filmar así y no pueda vivir de su laburo, que sería lo más lógico, y por el otro, cierta moda canchera de estar fuera del sistema. Pero eso no es problema mío.
–Cuando habla de “moda”, ¿se refiere a que muchas veces podrían hacerse películas por dentro del Instituto, pero se elige hacerlas por fuera?
–No sé, eso habría que preguntárselo a cada uno. Lo que digo es que hay que intentar que el sistema pueda amparar a más gente. Y hablo en esa punta y en la otra, porque a las películas más comerciales que necesitan ciento de miles de espectadores tampoco les cierra el negocio con un tope de 5,5 millones de pesos. Y todos los proyectos que están en el medio tienen más problemas para financiarse porque hay mucha competencia regional, entonces estamos en un momento en el que todos los sectores deberían discutir qué hacer. Acá el problema no es si uno hace proyectos comerciales o de autor, a favor o en contra del público, sino que no tengamos la madurez de sentar ciertas bases de trabajo que después se transformen en algún tipo de sistema.
–En el libro habla de que el cine debe ser una “actividad privada con apoyo del Estado”. ¿Qué tan lejos está la industria cinematográfica argentina de esa visión?
–Es una actividad privada en tanto y en cuanto si gano plata no la comparto con el Estado y, si pierdo, las deudas las pagó yo. No hay industria que se sostenga si el Estado da dádivas a los productores y se hacen películas enteramente financiadas así. Históricamente, la función del Estado en todas las cinematografías serias es colaborar y completar financiaciones. Por ideología y ética profesional creo eso; que el productor, además de tener un determinado gusto y discernir en aspectos artísticos, debe ser un gestor de dinero privado y no un administrador de fondos públicos. Lo que pasa es que lamentablemente el cine nacional tuvo mucho de eso último.
–En ese sentido, Mariano Llinás dice en el libro que todo ese sistema burocrático sirve para generar productores más “cagones”.
–Ahora atravesamos un momento en el que no hay lugar para todos porque la actividad está colapsada y nos damos cuenta de que el sistema estaba enviciado y era muy fácil sacar el dinero del Instituto para hacer películas que no veía nadie. Ojo, también creo que el Estado no pone plata en cine para tener ganancias, sino porque es un bien cultural relacionado con la voz y la cultura de un país. Lo que tenemos que entender es que de alguna manera ese Estado colabora con la financiación, pero no es él quien produce. Porque si yo trabajo con dinero de otro y mi negocio es hacer una película que vale diez pesos con ocho para quedarme con dos, no me está importando el resultado. A mí me parece que el productor tiene que tomar cierto riesgo artístico. Y no lo digo en el sentido afrancesado del término, sino que con cada elección de alguna forma se demuestra como autor y debería someterse al riesgo de hacerlo.
Dentro o fuera de la industria
¿Habrá sido el estreno de Rapado? ¿El de Pizza, birra, faso? ¿La fecha de sanción de la nueva Ley de Cine de 1994? Cuesta definir un momento único, pero lo cierto es que, a mediados de los ’90, el Nuevo Cine Argentino (NCA) irrumpió en una industria que se desgajaba con cada nueva película. En ese sentido, Hernán Musaluppi es uno de los productores más importantes de la generación surgida al calor de aquel fenómeno artístico y económico. “Lo que me extraña es que las nuevas generaciones son peores y más resultadistas que las anteriores”, compara el cofundador de Rizoma antes de profundizar en los cambios generados desde la creación de aquella ley hasta la actualidad. “En ese momento había una participación mucho más grande, realmente. No digo que sean mejores o peores directores, pero sí que las reglas y sistemas se generan a través de la presión que cada sector impone, y lo peligroso de filmar por fuera es que eso termine siendo una comodidad dentro de un sector que necesita oxigenarse. No soy la nueva generación del cine argentino, y discutir qué hay que hacer con las ayudas del Estado también es obligación de los más jóvenes. No es una cuestión personal de productores que trabajan dentro de la industria contra los que no, pero que se instale la idea de hacer películas por fuera atenta contra una industria que necesita renovarse”, alerta.
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