sábado, 28 de febrero de 2015

PREMIOS TEDDY


EL CINE ES COMO EL OSO, CUANTO MAS FEO MAS HERMOSO

En 1987 nació la idea de crear un súper premio para películas que pudieran definirse dentro de la categoría queer y que pudieran ser distinguidas por un jurado comilón de películas. El Teddy, un oso de metal basado en un dibujo del Ralf König, es un premio pionero que consiguió abrir un camino de prestigio y alta repercusión para un sector de la industria siempre despreciado y ausente en las reseñas. Este año, el cronista de Soy estuvo allí formando parte del jurado, y aquí cuenta todo lo que se puede contar.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/1-3863-2015-02-28.html
 Por Diego Trerotola
Los organizadores del premio Teddy me enviaron una entrevista por mail para preguntarme qué significaba Berlín para mí. Respondí que el cine era mi primer mapa del mundo, y que por eso Berlín es ante todo un montón de imágenes queer de películas de Fassbinder, Rosa von Praunheim, Werner Schroeter y, sobre todo, es Emil Jannings y su (mi) fetichismo por el uniforme a través de los ojos de Murnau en La última carcajada (1924). Imágenes sin palabras, eso es el colmo del cine para Murnau y eso es Berlín para alguien como yo, que no caza una de alemán. Había estado en Berlín tres días hace cinco años, apenas pude paladear la dimensión de esa ciudad y del currywurst, su salchicha más popular. Ahora volvía con honores: como programador del Festival Asterisco había sido invitado para ser parte del jurado internacional del Teddy durante la Berlinale, uno de los festivales de cine más importantes del mundo y un pionero en entregar un premio de diversidad sexual.
Subí al avión del aeropuerto de Frankfurt para ir al Festival de Cine de Berlín y lo primero que vi es a Werner Herzog sentado en primera fila. El nómade demencial, cavernoso, esquivo Herzog. Nadie parece reconocer al cineasta: estaba ensimismado, hablaba sólo susurrando. Tenía los párpados caídos (por la vejez y tal vez por el cansancio) y los iris celestes apenas asomaban: a golpe de vista parecía que Herzog tenía ojos de Nosferatu o que estaba ciego, como si fuese la encarnación del cineasta ciego que Kluge imaginó para su película El ataque del presente al resto de los tiempos. Su aspecto de camisa y saco era el de un ejecutivo anónimo todavía a cargo de una gran empresa de antaño que sigue funcionando exitosamente sin que nadie sepa bien por qué (tal vez el cine actual sea esa empresa). Mi cholulismo y mi corrección me obligaron a desubicarme con cortesía y pedirle si podía sacarle una foto, mientras amenazaba con mi mano armada con el celular. Herzog negó con la palma de la mano abierta, como si me estuviese saludando. Le dije que fue un gusto encontrarlo y él asintió con la cabeza. Seguí por el pasillo de pasajeros que buscaban su asiento, temblando un poco por la excitación del momento. Mi encuentro con Herzog quedó sin imágenes. Fue una cita ciega. Otra vez se salió con la suya. Igual aterrizaré en Berlín en el mismo avión que él: casi que no conozco mejor manera de llegar a un festival de cine.
En el pintoresco hotel de Berlín donde me alojan conozco a los ocho samuráis que me acompañarán, un grupo de programadorxs del resto del mundo: Predrag Azdejkovic (Serbia), Yvonne P. Beherns (USA), Bradley Fortuin (Namibia), Muffin Hix (UK), Shana Myara (Canadá), Mascha Nehls (Alemania), Nick Neocampo (Filipinas) y Gustavo Scofano (Brasil). Con ellxs pasaré la mayor parte del tiempo los próximos siete días, viendo un promedio de cinco películas por día. Los organizadores del Teddy deciden que los jurados sean programadores porque necesitan personas habituadas a ver muchas películas. Somos profesionales de la visibilidad y del voyeurismo. El Teddy es la competencia y el jurado más grande del Festival de Berlín: en seis días tenemos que ver veintidós largos, un medio, seis cortos y dos instalaciones. Somos y representamos el exceso.
El primer día conocemos a Wieland Speck, uno de los fundadores, junto a Mandred Salzgeber, del premio Teddy en 1987. Es alto, de ojos azules y barba y pelo blancos: un daddy bombón que sería un perfecto muñeco de torta. Pionero de pioneros, Wieland creó este premio queer cuando casi ni existían festivales con esta temática y lo sostuvo hasta la fecha, buscando las más renovadoras películas queer para que el Teddy nunca se estanque. Hay que pensar que Cannes incorporó el premio queer recién hace cinco años. Ahora, Wieland también programa Panorama, la sección más grande de la Berlinale, que tiene el más alto tenor queer. A la noche, una drag queen llamada Gloria Viagra es la anfitriona de la fiesta de apertura de los Teddy en una disco gltb. Ella lleva con orgullo su peluca rubia y su vestido al cuerpo tanto como bigote cepillo. Wieland presenta a la multitud a cada uno de los jurados y les da la palabra. Cuando llega mi turno digo que el Teddy para mí es una figura erótica, porque es un oso, y a mí me gustan los osos. Y que espero encontrar a un animal así, gordo y peludo, para llevar a mi cama. Si las drag queens usan bigotes, supongo que no va a ser difícil encontrar un oso. Al bajar del escenario todo el mundo me desea suerte en mi búsqueda. Cinco años atrás había estado en Berlín y fue casi una orgía. Pero esta vez en ninguna de las fiestas del Teddy pude entrar en contacto con un oso: tal vez el frío antártico que hacía en Berlín los hacía invernar. Otra vez será.
Cuando se recorre más Berlín, uno se da cuenta de que más que cualquier película, esta ciudad reproduce el poder de seducción bisexual de Marlene Dietrich. La elegancia alemana tiene mucho de la rubia queer y la Dietrich es la imagen más repetida en Berlín, como una matriz que reaparece cada vez que se pega la vuelta en una esquina. Es más: pareciera que los edificios apuntan al cielo con el mismo vértigo de las piernas de la actriz y que cualquier recorrido sobre el mapa de la capital alemana termina uniendo puntos que forman la imagen de Marlene como si fuese una constelación terrestre. Incluso aparece hasta la alucinación: en la borra de un café, al fondo de una taza, se puede dibujar su rostro. Tuve mi propia experiencia Marlene: el mayor distribuidor mundial de cine lgtbiq realizó una fiesta queer en el departamento de una pareja gay berlinesa. Uno de los dueños de casa nos abrió la puerta con una remera de Linterna Verde que le marcaba sus músculos de superhéroe. Mucha gente para un departamento. Salí al balcón a hacerme un destornillador y una chica hermosa me dio charla. Diez minutos hablando con entusiasmo sobre Berlín como ciudad y otras generalidades. En un momento hablamos de nosotrxs. Ella era cineasta. Me preguntó qué hacía en el festival y le dije que soy jurado del Teddy y que programo Asterisco, un festival lgtbiq en Buenos Aires. “¿O sea que vos sos gay?”, me preguntó, y ahí recién me di cuenta de que todas sus sonrisas eran para levantarme. En una fiesta queer me levanta una mina, tiene sentido. ¿O no? Si no fuese que me tenía que rajar a ver una película como una de mis obligaciones de jurado, creo que hubiese agarrado viaje con esa versión de Marlene Dietrich que gustaba levantar putos en una fiesta queer. En taxi volviendo al cine, mis compañeras lesbianas de jurado del Teddy me dijeron que estaban enamoradas de mi interlocutora de la fiesta. Garchar, lo que se dice garchar, no garchó nadie.
Pasaron los días y las películas, casi sin tiempo para otra cosa. Las tres decenas de obras del panorama de cine lgtbiq que entregó el Teddy excluían casi por completo el erotismo. O al menos ese erotismo gastado de revista gay softcore. Se apagaban las luces de las salas de cine y la oscuridad parecía apropiarse de todo, el deseo más dark se desataba. El cine queer se volvió onírico, como si fuese un sueño negro, sin el brillo del glam ni la imagen positiva de la luminosa visibilidad políticamente correcta (ver recuadro). En la lucha por estar despierto ante la hipnótica sucesión diaria de películas, mi sueño cinéfilo de ser jurado del Teddy se hizo más realidad de lo que pensaba. Retrospectivamente, de una manera u otra, el Teddy fue siempre un premio incómodo; no por casualidad este año se homenajeaba a Fassbinder, el más talentoso, inconformista y molesto de los cineastas alemanes. Con mis ocho compañeros de jurado hicimos lo mejor que pudimos para que siga siendo el premio más queer que existe. Para que se den una idea, una de las películas a la que decidimos darle premio me hizo gritar del terror y uno de los jurados terminó abucheándola. Pero ambos nos dimos cuenta de que ese sentimiento extremo era una forma de ponernos en crisis. El actor Udo Kier, que recibió el Teddy por su carrera, dijo que tuvo que buscar en Google qué significaba la palabra “queer” y cuando supo que significaba “raro”, se sintió orgulloso del homenaje. ¿Vieron que no sólo en la Argentina cuesta entender qué es “queer”? Somos rarxs entre los rarxs.
La fiesta de clausura del Teddy sucedía en un teatro de ópera de Berlín: un escenario principesco con la flor y nata de la cultura queer vestida de gala. La atracción principal era Ingrid Caven, la icónica actriz de Fassbinder en alrededor de 40 películas, que llegó a casarse incluso con el cineasta, formando la familia meteórica más queer de la historia del cine. Convertida en una cantante excéntrica, con algo de la seducción de una Marlene Dietrich devenida un poco cartoon de vanguardia, interpretó dos canciones que habían sido escritas especialmente para ella por Fassbinder. Agotadas nuestras pupilas tras toda la maratón de cine queer a la que fuimos sometidos ininterrumpidamente durante una semana, escuchar los gritos de éxtasis de Caven como cierre fue la primera experiencia realmente orgásmica de la Berlinale. Tardó en llegar, pero al fin valió la pena. El erotismo es dilatación y suspenso. Y, si se tiene la suerte suficiente para estar en el lugar correcto, llega de la manera más queer.

FANTASÍAS SALVAJES

Hacia dónde va el cine queer
 Por Diego Trerotola
Cuando, a principios de los ’90, El silencio de los inocentes y Bajos instintos retrataban una persona trans y una bisexual, respectivamente, como asesinos seriales, la comunidad gltb en Estados Unidos puso el grito en el cielo, hizo protestas contra la homofobia en Hollywood y maldijo una y otra vez esas películas que estuvieron nominadas y/o ganaron el Oscar. La incipiente cultura queer, en cambio, celebraba que los personajes sean tan incorrectos y extremos y, al mismo tiempo, tan seductores: igual se trataba de ficciones, y la libertad para invitar al deseo es mejor que sea monstruosa, nunca normalizada. La lucha entre la representación de la diversidad sexual siguió su curso a lo largo de las décadas a partir de esta tensión entre los modelos de una forma de cultura más asimilacionista y otra más revolucionaria. La mayoría de las películas del Teddy prefirieron ubicarse más entre las piernas de Sharon Stone, sintiendo el miedo por los instintos básicos de la mantis a punto de clavarles su colmillo picahielo, o de arroparse con las pieles humanas de la carnicería de corderos de Buffalo Bill. Definidamente incómodas, oscuras hasta la irritación, la mayoría de las películas que formaron parte de este panorama del cine queer mundial fue por el lado de los deseos siniestros que las pesadillas pudieran dictar. Liberar el demonio de las imágenes, dejarse seducir por el ángel caído. Basta de la vida en rosa (a no ser que sea rosa chancho), que nos engorde el asco, a revolcarse en el chiquero. A ensuciarse las manos, que no se nos van a caer los anillos: sólo van a resbalar mejor. Cansadxs de que la representación de la diversidad sexual y de género esté dentro de una legalidad didáctica, idealista, de pretender hacer películas como si se dictase cátedra de cómo debe ser un ciudadano diverso, el cine queer actual se rebeló una vez más: eligió otra vez liberar sus más ilegales, mortales fantasías de ficción.

Mejor ficción

NASTY BABY
Sin ir más lejos, el premio Teddy a la mejor película de ficción del 65º Festival Internacional de Cine de Berlín fue para Nasty Baby, una coproducción entre Chile y Estados Unidos dirigida por Sebastián Silva. Lo que comienza siendo casi una sitcom sobre una pareja gay de Nueva York, que busca tener un hijo con una amiga, termina siendo la crítica más salvaje a los anhelos de construir una familia de clase media formada por la pareja de un inmigrante y un afroamericano, artista y obrero, respectivamente. Una crítica feroz con las manos manchadas de sangre, que puede llegar incluso a provocar el grito de disconformidad (eso provocó en la sala de cine en Berlín) frente a alguna de las escenas. La utopía de la convivencia quebrada por la ficción otra vez lleva la firma en la coproducción de Christine Vachon, la responsable de Swoon, Poison, Los muchachos no lloran y algunas otras de las más rupturistas películas sobre diversidad sexual y género de los últimos veinte años. El riesgo narrativo es considerable: una comedia comienza a dar un giro hacia la oscuridad más violenta, y no se trata de una comedia negra sino de una pesadilla al borde de la fábula criminal. Por esos mismos rumbos fueron la taiwanesa Thanatos, Drunk de Tso-Chi Chang, la alemana The Last Summer of the Rich de Peter Kern, la francoamericana Bizarre de Etienne Faure, la tailandesa Onthakan de Anucha Boonyawatana y el documental alemán Haftanlage 4614 de Jan Soldat que, de una manera u otra, eran inmersiones en una forma de criminalidad queer, el deseo de doble filo que reúne a Eros y Thanatos, la pulsión sexual y mortal en relatos sobre los márgenes. Incluso Peter Greenaway con su Eisenstein in Guanajuato se dio el gusto de investigar con esa perspectiva el recorrido del cineasta ruso a Latinoamérica para filmar Que viva México. Así la relación fluida con la muerte de la cultura mexicana se funde con la homosexualidad. Con sexo explícito, mientras un mexicano sodomiza a Einsenstein, le dice: “Europa le dio muchas cosas a México y yo les voy a devolver algo: la sífilis”. El culo del cineasta ruso sangra durante el coito y termina con un banderín comunista clavado. Un homoerotismo doloroso, mortal y al rojo vivo.

Mejor documental

EL HOMBRE NUEVO
Este Teddy fue para el uruguayo Aldo Garay que, con El hombre nuevo, vuelve a una de las travestis que había formado parte de su documental de 1995: Yo, la más tremendo. Veinte años después, y varios documentales surgidos de su relación fluida con la comunidad trans uruguaya, Garay sigue el derrotero de Stephania, nacida en Nicaragua, educada en la revolución sandinista y adoptada por una pareja uruguaya. La película sigue sus días en la calle en Montevideo, la búsqueda de un lugar con su mundo a cuestas como un caracol y su vuelta al país natal, donde reencuentra a toda su familia inmersa en las creencias religiosas que la separan de sus raíces. Retrato seco de honestidad brutal, que incluye escenas documentales de exorcismo religioso que reinscriben el conflicto y las contradicciones de las tensiones ideológicas que fundan la pertenencia a una cultura y a un país. Sin miserabilismo, sin visión romántica de la pobreza, Garay y Stephania son cómplices perfectos en la búsqueda de la supervivencia de la propia personalidad más allá de cualquier tradición e institucionalización. Si El casamiento se podía ver como la contracara de las luchas por los derechos matrimoniales del colectivo lgtbiq, El hombre nuevo puede ser vista como el reverso de las leyes de Identidad de Género, o al menos como una muestra sutil de sus límites. Una forma de volver a la ilegalidad.

Premio especial del jurado

STORIES OF OUR LIVES
A partir de recolectar historias de jóvenes gays y lesbianas en Kenia, la película Stories of Our Lives, de Jim Chuchu, ganadora del Teddy Especial del Jurado, construye tres secuencias que retratan distintos conflictos que pueden dar cuenta de la violencia homofóbica en territorio africano amparada por las leyes. En alto contraste, en un blanco y negro que abre el ojo a la gama de grises en cada uno de los personajes, el modelo de docuficción que plantea la película está enfocado a darles voz a historias que no podrían ser contadas públicamente por sus protagonistas sin poner en riesgo sus vidas. Sus voces, sus experiencias amorosas, son criminales frente a la persecución de la diversidad sexual y de género en algunos países de Africa. Pero esta vez ellas y ellos no eligen ser criminales, es una imposición.

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