Un documental sobre la diva que se niega a ser filmada
Poco conocido como director, Schell llevó a cabo una aventura cinematográfica: filmar la vida de Marlene Dietrich cuando el contrato establecía que la estrella no se dejaría tomar por la cámara. Una película hecha solamente de voz y de ausencia.
Por Horacio Bernardes
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Mala suerte, la de Maximilian Schell, a la hora de la muerte.
Hermano menor de la rubísima Maria Schell (cuyo papel más perdurable es el de Noches blancas, de Visconti, donde sobre texto de Dostoievsky enamoraba a Mastroianni entre los puentes de Venecia), este actor austríaco falleció, a los 84 años, el sábado 1º de febrero.
Durante ese mismo fin de semana dejaron este mundo el notable cineasta húngaro Miklós Jancsó (en los años '60 uno de los faros de la cinefilia mundial), el extraordinario documentalista brasileño Eduardo Coutinho (casi desconocido por aquí, por más que se trate de uno de los más importantes de las últimas décadas) y sobre todo, en términos de masividad, Philip Seymour Hoffman, uno de esos actores que jamás pasan inadvertidos.
Casi casi el caso contrario al de Maximilian Schell, cuya expresión algo pétrea siempre fue una barrera entre la popularidad y él. Incluso habiendo ganado un Oscar muy temprano, por su papel de joven y brillante defensor de eminencias nazis en El juicio de Nuremberg (1961). Resultado: mientras las otras necros de ese fatídico fin de semana llevaron cartel francés, la de Schell ocupó apenas unas líneas en todos los medios.
Hay un papel de Maximilian Schell que pocos conocen, y es el de director de cine. Director, sobre todo, de un documental que no se parece a ningún otro. Se llama Marlene, es de 1984 y tiene por portagonista, obvio es decirlo, a la Sra. Marie Magdalene Dietrich, a la que la eternidad cinematográfica fijó para siempre con el nombre de Marlene.
El carácter único de Marlene es que es una película sobre Marlene en la que Marlene no permite ser filmada.
Eso, por contrato. Como buena alemana, a la mujer de las piernas más famosas del mundo sólo dos cosas le gustaban más que firmar contratos: cumplirlos y hacerlos cumplir. Son varias las ocasiones en las que una Dietrich octogenaria le recuerda al director que tal cosa o tal otra "no están en el contrato". Tener que ver sus viejas películas, por ejemplo: una y otra vez, la protagonista de El ángel azul arremete contra la nostalgia, la sensiblería y otros reblandecimientos que su espíritu prusiano no tolera.
Al final, sin embargo, cuando por una vez da el brazo a torcer (¡!), aceptando ver un fragmento de una película propia, le hace llegar a Schell un papelito con una cita del Dante: "No hay mayor dolor que recordar los tiempos felices en la miseria".
Ah, con que eso era. Hay una pregunta primordial: ¿qué es lo que filma Maximilian Schell en Marlene, si no puede filmar a Marlene? Filma dos cosas: su ausencia y su voz. En el momento en que el realizador irrumpe en el piso parisino de esta dama de hierro, hace rato que la diva abandonó las tablas, tras fracturarse el fémur en una caída desde lo alto del escenario.
Octogenaria y con problemas para desplazarse, Dietrich pasó sus últimas décadas (falleció en 1992, a los 90) semi-inmovilizada. Eso, sumado a la comprensible coquetería de quien fue pura y simplemente una diosa del cine -cima a la que escaló usando a los directores de fotografía como herramientas en el diseño de la propia imagen– lleva necesariamente al punto principal del kontrakt: "No seré filmada".
En un arresto de inteligencia y modernidad casi godardianos, Schell decide filmar justamente eso: el fuera de campo, desde donde viene la voz de la diosa. Pero no su imagen. Por momentos, Schell recurre –tentación irreprimible, tratándose de una de las reinas de la fotogenia cinematográfica– al material de archivo, que le sirve para repasar su carrera. Carrera que Marlene afirma despreciar: el cine es una estupidez, ella era una jovencita tonta, la mayoría de las películas que hizo eran ridículas. Kitsch, para decirlo con la palabra que insume el mayor número de repeticiones a lo largo del documental. Para Marlene, todo es kitsch: el sentimentalismo, el romanticismo, el cine. Hasta el amor y el sexo son kitsch. "Si una mujer alemana se enamora, se casa", afirma, aplastante.
De hecho, eso es lo que hizo ella: se casó con el asistente de dirección Rudolf Sieber a los 21 años y se mantuvo en matrimonio con ese buen señor alemán hasta que él murió, en 1976.
Guardiana de hierro de su vida privada, de lo que Marlene no habla es de los incontables amoríos que se le adjudican. Con varios de sus compañeros de trabajo (Gary Cooper, Jimmy Stewart, John Wayne, Jean Gabin, Yul Brinner), con escritores célebres (Ernest Hemingway, Erich Maria Remarque, George Bernard Shaw) y, faltaba más (quién no), con John Fitzgerald Kennedy.
De todos ellos, el único con quien en el documental Marlene admite haber tenido una relación es con Papa Hemingway.
¡Pero sin sexo, según insiste! "Hemingway estaba más allá de eso", sostiene. Ni qué osar hablar de sus amantes mujeres: bisexual, la Dietrich mantuvo una relación de larga data con la escritora cubana Mercedes de Acosta. Todo un personaje digno de investigación, otra de las amantes de esa coleccionista de alto rango fue… Greta Garbo. "Me la paso leyendo", dice Marlene cuando Schell le pregunta qué hace todo el día, sola en el inmenso departamento, y su valet confirma que la señora lee todo lo que le cae en las manos. Clásicos, supone uno.
Qué va. "Günter Grass, Heinrich Böll, Peter Handke", enumera. Caramba. De sus comentarios brutales no se salva ni Dios. Literalmente. "Si existe, está loco", asegura. Uno que sí se salva es Orson Welles, que la dirigió en Sed de mal (1958).
"Tendría que lavarse la boca antes de pronunciar su nombre", le advierte a su director ocasional (vale aclarar que la propia Sed de mal no le merece a la actriz el mismo respeto que le dispensa a Welles). "¿Welles permitía o fomentaba la improvisación?", se le ocurre preguntar a Schell. Para qué. "¿Improvisación?", salta la mujer que en la comedia western Destry Rides Again (1939) le tira a Jimmy Stewart con todo lo que tiene a mano. "¡Orson Welles era un profesional!" Silencio helado y nueva carga de caballería: "Usted no parece conocer su oficio, señor mío. En cine se sigue lo que dice el guión. ¿No se hace así en su país?"
Cuando Schell finalmente la convence de ver junto a él la que ella considere la mejor escena de su mejor película, Marlene elige, no sin poco criterio, la gloriosa escena culminante de Capricho imperial (1934) de Josef Von Sternberg, su amado y odiadio Pigmalión. Es aquella en la que ella ingresa a caballo al Palacio de Invierno, montando las escaleras al galope, al frente de un ejército de caballería. "Esta copia está mal editada", recrimina. "¿Dónde la consiguió?" Después de pedir sucesivamente que anulen el sonido de la película, que lo pongan y que lo saquen, ordena que lo suban a máximo volumen. "Es extraordinario lo que hizo Sternberg con el sonido", dice. Tiene razón: las herraduras suenan tan fuerte que no parecen pisar mármol, sino madera.
Que de hecho es lo que pisaban, ya que el director de El ángel azul (1930) jamás filmó en un decorado que no fuera artificial. La observación de Marlene sobre el sonido no hace más que confirmar la validez de lo que Alfred Hitchcock (que la dirigió en Desesperación, 1950) dijo de ella alguna vez, en vena característicamente socarrona. "Marlene es una gran profesional. Gran profesional de la actuación, de la dirección de fotografía, de la dirección de arte…"
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